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—Sí. Por cierto —le respondí—, y nada me será tan agradable. —Pues bien, cógete a mi brazo, y sigamos las sinuosidades de la orilla. Acepté inmediatamente, y empezamos a costear aquel nuevo océano. A la izquierda, los peñascos abruptos, hacinados unos sobre otros, formaban una aglomeración titánica de prodigioso efecto. Por sus flancos se deslizaban innumerables cascadas; algunos ligeros vapores que saltaban de unas rocas en otras marcaban el lugar de los manantiales calientes, y los arroyos corrían silenciosos hacia el depósito común buscando en los declives la ocasión de murmurar más agradablemente. Entre estos arroyos reconocía nuestro fiel compañero de viaje, el Hans-Bach, que iba a perderse tranquilamente en el mar, como si desde el principio del mundo no hubiese hecho otra cosa. —En adelante, nos veremos privados de su amable compañía —dije lanzando un suspiro. —¡Bah! —respondió el profesor—. ¡Qué más da un arroyo que otro! La respuesta me pareció un poco ingrata. Pero en aquel momento, solicitó mi atención un inesperado espectáculo. A unos quinientos pasos, a la vuelta de un alto promontorio, se presentó ante nuestros ojos una selva elevada, frondosa y espesa, formada de árboles de medianas dimensiones, que afectaban la forma de perfectos quitasoles, de bordes limpios y geométricos. Las corrientes atmosféricas no parecían ejercer efecto alguno sobre su follaje, y, en medio de las ráfagas de aire, permanecían inmóviles, como un bosque de cedros petrificados. Aceleramos el paso. No acertaba a dar nombre a aquellas singulares especies. ¿Por ventura no formaban parte de las 200.000 especies vegetales conocidas hasta entonces, y sería preciso asignarles un lugar especial entre la flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando nos cobijamos debajo de su sombra, mi sorpresa se trocó en admiración. En efecto, me hallaba en presencia de especies conocidas en la superficie de la tierra, pero vaciadas en un molde de dimensiones enormes. Mi tío les aplicó en seguida su verdadero nombre. —Esto no es otra cosa —me dijo— que un bosque notabilísimo de hongos. Y no se engañaba, en efecto. Imagínese cuál sería el monstruoso desarrollo adquirido por aquellas plantas tan ávidas de calor y de humedad. Yo sabía que el Lyco perdon giganteum alcanzaba, según Bulliard, ocho o nueve pies de circunferencia: pero aquéllos eran hongos blancos, de treinta a cuarenta pies de altura, con una copa de este mismo diámetro. Había millares de ellos, y, no pudiendo la luz atravesar su espesa contextura, reinaba debajo de sus cúpulas, yuxtapuestas cual los redondos techos de una ciudad africana, la oscuridad más completa. Quise, no obstante, penetrar más hacia dentro. Un frío mortal descendía de aquellas cavernosas bóvedas. Erramos por espacio de media hora entre aquellas húmedas tinieblas, y experimenté una sensación de verdadero placer cuando regresé de nuevo a las orillas del mar. Pero la vegetación de aquella comarca subterránea no era sólo de hongos. Más lejos se elevan grupos de un gran número de otros árboles de descolorido follaje. Fácil era reconocerles, pues se trataba de los humildes arbustos de la tierra dotados de fenomenales dimensiones licopodios de cien pies de elevación, sigilarias gigantescas, helechos arborescentes, del tamaño de los abetos de las altas latitudes, lepidodendrones de tallo