mismo las está rebajando en esas laterales lamentaciones. Es que un gran escritor
no es un artífice de la palabra sino un gran hombre que escribe y él lo sabe. Si no,
cómo preferir el bárbaro Cervantes al virtuoso Quevedo?
Machado admiró en su hora a Darío, al que calificó de maestro incomparable de la
forma, para años después llamarlo "gran poeta y gran corruptor", por la nefasta
influencia que tuvo sobre los papanatas que sólo mostraron y multiplicaron sus
defectos. Hasta llegar al frenesí verbal, a la hinchazón grotesca y a la caricatura:
que es el castigo que el dios de la literatura tiene para esos escolares. Pensá en
Vargas Vila, en su delirante fonorrea: el descendiente tarado de un fundador de
dinastía.
Hay una reiterada dialéctica entre la vida y el arte, entre la verdad y el artificio.
Una manifestación de aquella enantiodromia de Heráclito: todo marcha hacia su
contrario en el mundo del espíritu. Y cuando la literatura se vuelve peligrosamente
literaria, cuando los grandes creadores son suplantados por manipuladores de
vocablos, cuando la gran magia se convierte en magia de music-hall, sobreviene un
impulso vital que la salva de la muerte. Cada vez que Bizancio amenaza terminar
con el arte por exceso de sofisticación, son los bárbaros los que vienen en su
ayuda: los de la periferia, como Hemingway, o los autóctonos, como Céline: tipos
que entran a caballo, con sus lanzas ensangrentadas, en los salones donde
marqueses empolvados bailan el minué.
No. Cómo habría podido cometer las precariedades de ese reportaje? No negué la
renovación del arte: dije que debemos ponernos en guardia contra varias falacias, y
sobre
todo
contra
el
calificativo
de
"nuevo",
probablemente
el
que
más
semantemas falsos acarrea. En el arte no hay progreso en el sentido que existe
para la ciencia. Nuestra matemática es superior a la de Pitágoras, pero nuestra
escultura no es "mejor" que la de Ramsés II. Proust hace una caricatura de una
mujer que de puro avanzada consideraba que Debussy era mejor que Beethoven,
nada más que porque llegó después. En el arte no hay tanto progreso como ciclos,
ciclos que responden a una concepción del mundo y de la existencia. Los egipcios
no esculpían esas monumentales estatuas geométricas porque fueran incapaces de
naturalismo; como lo prueban las figuras de esclavos encontradas en la tumbas; es
que para ellos "la verdadera realidad" era la del más allá, donde el tiempo no
existe, y lo que más se parece a la eternidad es la hierática geometría. Imaginá el
momento en que Piero della Francesca introduce la proporción y la perspectiva: no
es un "progreso" respecto al arte religioso: es nada más que la manifestación del
espíritu burgués, para el cual "la verdadera realidad" es la de este mundo, el
espíritu de gente que cree más en un pagaré que en una misa, en un ingeniero más
que en un teólogo.
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