fondo submarino, detrás de sus ambiguos rostros, qué son sino la expresión del
espíritu de Leonardo?
Hartos de la pura emoción y fascinados por la ciencia, se quiso que el novelista
describiera la vida de los hombres como un zoólogo las costumbres de las
hormigas. Pero un escritor profundo no puede meramente describir la existencia de
un hombre de la calle. En cuanto se descuida (y siempre se descuida) aquel
hombrecito empieza a sentir y pensar como delegado de alguna parte oscura y
desgarrada del creador. Sólo los escritores mediocres pueden escribir simple
crónica y describir fielmente (qué palabra hipócrita!) la realidad externa de una
época o de una nación. En los grandes, su potencia es tan arrolladora que no
pueden hacerlo aunque se lo propongan. Nos dicen que Van Gogh quería copiar los
cuadros de Milet. No podía, claro: le salían sus terribles soles y árboles, árboles y
soles que no son otra cosa que la descripción de su espíritu alucinado. No importa
lo que Flaubert haya escrito sobre la necesidad de ser objetivo. En alguna parte de
su correspondencia nos dice, en cambio, que se ha paseado por el bosque en un día
de otoño, sintiendo que era un hombre y su amante, el caballo y las hojas que
pisaba, el viento y lo que aquellos enamorados se decían. Mis personajes me
persiguen —decía—, o más bien soy yo mismo que estoy en ellos.
Surgen desde el fondo del ser, son hipóstasis que a la vez representan al creador y
lo traicionan, porque pueden superarlo en bondad y en iniquidad, en generosidad y
en avaricia. Resultando sorprendentes hasta para su propio creador, que observa
con perplejidad sus pasiones y vicios. Vicios y pasiones que pueden llegar a ser
exactamente los opuestos a los que ese pequeño dios semipoderoso tiene en su
vida diaria: si es un espíritu religioso, verá surgir ante sí un ateo enardecido; si es
conocido por su bondad o por su generosidad, advertirá en alguno de sus
personajes extremas actitudes de maldad o mezquindad. Y, lo que todavía es más
asombroso, hasta es probable que sienta una retorcida satisfacción.
Madame Bovary c'est moi, claro. Pero también lo eran Rodolphe, con su cínica
incapacidad para aguantarse ese romanticismo de su amante. Y el pobre Bovary, y
también ese M. Homais, ese ateo de botica; porque a fuerza de ser un desesperado
romántico, a fuerza de buscar el absoluto y no encontrarlo, Flaubert puede
comprender muy bien el ateísmo y también esa especie de ateísmo del amor que
profesa el canallita de Rodolphe.
Contemporáneos de Balzac nos dicen (con esa gozosa complacencia con que los
pequeños se sienten agrandados al descubrir las pequeñeces de los gigantes) que
el "verdadero" Balzac era vulgar y vanidoso, como si quisieran hacernos creer que
sus grandes criaturas son las simples fantasías de un mitómano. No: son las más
genuinas emanaciones de su espíritu, para bien y para mal. Y hasta los castillos y
paisajes que elige para sus ficciones son símbolos de sus obsesiones. Stephen
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