voluptuosidad de imaginar un destino nuevo: si él hubiese sido mujer; si hubiera
estado desposeído de otros atributos (cierto amargo cinismo, cierta feroz lucidez);
si, en fin, en lugar de novelista hubiese estado condenado a vivir y morir como una
pequeña burguesa de provincia.
Pascal afirma que la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro
nacimiento, nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el
creador puede apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No
pudiendo ser locos o suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo
son en esos intensos simulacros.
Cuántas ansiedades propias iba a encarnar en el cuerpo de aquella pobre
romanticona de aldea. Imaginemos por un instante su sombría infancia en aquel
Hótel-Dieu, en aquel hospital de Rouen. Lo estuve observando con atención, con
temblorosa meticulosidad. El anfiteatro daba al jardín del ala que ocupaba su
familia. Trepado a la reja con sus hermanas, fascinado, Gustave contemplaba
aquellos cadáveres podridos. Allí, en aquel momento, habrá para siempre prendido
en su alma esa ansiedad por el tránsito del tiempo, allí se habrá grabado macabra y
sórdidamente ese mal metafísico que mueve a casi todos los grandes creadores a
rescatarse por el arte: la sola potencia que parece salvarnos de la transitoriedad y
de la inevitable muerte: que j'ai gardé la forme et l'essence divine de mes amours
décomposés...
Tal vez desde aquella verja, observando la corrupción, Gustave se hizo aquel niño
tímido y reconcentrado que dicen que fue: distante e irónico, arrogante, con la
conciencia de su precariedad pero también de su poderío. Leé sus mejores obras,
no esos muestrarios de epítetos, esas aburridas joyerías de palabras, sino las
páginas más duras de esa despiadada novela, y advertirás que es aquel niño a la
vez sensible y desilusionado el que describe la crueldad de la existencia con una
especie de rencoroso placer. La melancolía y la tristeza son el telón de fondo. El
mundo le repugna, lo hiere, lo fastidia: arrogantemente, decide hacer otro, a su
imagen y semejanza. No hará la competencia al estado civil, como, con candorosa
injusticia hacia su propio genio, pretendió Balzac, sino al mismo Dios. Para qué
crear si esta realidad que nos fue dada nos satisface? Dios no escribe ficciones:
nacen de nuestra imperfección, del defectuoso mundo en que nos obligaron a vivir.
Yo no pedí que me nacieran, ni vos: nos trajeron a la fuerza.
Y no vayas a creer que Flaubert escribió la historia de aquella pobre diabla, porque
se lo pidieron: escribió porque tuvo la súbita intuición de que en aquella historia
policial podía escribir su propia y secreta historia policial, ridiculizándose a sí mismo
con la crueldad con que sólo un gran neurótico puede hablar de su yo, caricaturizándose en aquella insignificante neurótica de provincia, que, como él, amaba los
países lejanos y los lugares remotos. Releé el capítulo VI y lo verás a él en ese
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