curidad que le favorecían los árboles de la Avenida del Libertador, vio detenerse un
gran Chevy Sport, del que bajaron el señor Rubén Pérez Nassif, presidente de
INMOBILIARIA PERENÁS,
y su hermana Agustina Izaguirre. Eran cerca de las dos de la
mañana. Entraron en una de las casas de departamentos. Nacho permaneció en su
puesto de observación hasta las cuatro, aproximadamente, y luego se retiró hacia
el lado de Belgrano, con toda probabilidad hacia su casa. Caminaba con las manos
en los bolsillos de sus raídos blue-jeans, encorvado y cabizbajo.
Mientras tanto, en los sórdidos sótanos de una comisaría de suburbio, después de
sufrir tortura durante varios días, reventado finalmente a golpes dentro de una
bolsa, entre charcos de sangre y salivazos, moría Marcelo Carranza, de veintitrés
años, acusado de formar parte de un grupo de guerrilleros.
TESTIGO, TESTIGO IMPOTENTE,
se decía Bruno, deteniéndose en aquel lugar de la Costanera Sur donde quince años
atrás Martín le dijo "aquí estuvimos con Alejandra". Como si el mismo cielo cargado
de nubes tormentosas y el mismo calor de verano lo hubieran conducido
inconciente y sigilosamente hasta aquel sitio que nunca más había visitado desde
entonces. Como si ciertos sentimientos quisieran resurgir desde alguna parte de su
espíritu, en esa forma indirecta en que suelen hacerlo, a través de lugares que uno
se siente inclinado a recorrer sin exacta y clara conciencia de lo que está en juego.
Pero, cómo nada en nosotros puede resurgir como antes?, se condolía. Puesto que
no somos lo que éramos entonces, porque nuevas moradas se levantaron sobre los
escombros de las que fueron destruidas por el fuego y el combate, o, ya solitarias,
sufrieron el paso del tiempo, y apenas si de los seres que las habitaron perduran el
recuerdo confuso o la leyenda, finalmente apagados u olvidados por nuevas
pasiones y desdichas: la trágica desventura de chicos como Nacho, el tormento y
muerte de inocentes como Marcelo.
Apoyado en el parapeto, oyendo el rítmico golpeteo del río a sus espaldas, volvió a
contemplar Buenos Aires a través de la bruma, la silueta de los rascacielos contra el
cielo crepuscular.
Las gaviotas iban y venían, como siempre, con la atroz indiferencia de las fuerzas
naturales. Y hasta era posible que en aquel tiempo en que Martín le hablaba allí de
su amor por Alejandra, aquel niño que con su niñera pasó a su lado, fuese el propio
Marcelo. Y ahora, mientras su cuerpo de muchacho desvalido y tímido, los restos de
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