Test Drive | Page 10

su cuerpo, formaban parte de algún bloque de cemento o eran simple ceniza en algún horno eléctrico, idénticas gaviotas hacían en un cielo parecido las mismas y ancestrales evoluciones. Y así todo pasaba y todo era olvidado, mientras las aguas seguían golpeando rítmicamente las costas de la ciudad anónima. Escribir al menos para eternizar algo: un amor, un acto de heroísmo como el de Marcelo, un éxtasis. Acceder a lo absoluto. O quizá (pensó con su característica duda, con aquel exceso de honradez que lo hacía vacilante y en definitiva ineficaz), quizá necesario para gente como él, incapaz de esos actos absolutos de la pasión y el heroísmo. Porque ni aquel chico que un día se prendió fuego en una plaza de Praga, ni Ernesto Guevara, ni Marcelo Carranza habían necesitado escribir. Por un momento pensó que acaso era el recurso de los impotentes. No tendrían razón los jóvenes que ahora repudiaban la literatura? No lo sabía, todo era muy complejo, porque si no habría que repudiar, como decía Sabato, la música y casi toda la poesía, ya que tampoco ayudaban a la revolución que esos jóvenes ansiaban. Además, ningún personaje verdadero era un simulacro levantado con palabras: estaban construidos con sangre, con ilusiones y esperanzas y ansiedades verdaderas, y de una oscura manera parecían servir para que todos, en medio de esta vida confusa, pudiésemos encontrar un sentido a la existencia, o por lo menos su remota vislumbre. Una vez más en su ya larga vida sentía esa necesidad de escribir, aunque no le era posible comprender por qué ahora le nacía de ese encuentro con Sabato en la esquina de Junín y Guido. Pero al mismo tiempo experimentaba su crónica impotencia frente a la inmensidad. El universo era tan vasto. Catástrofes y tragedias, amores y desencuentros, esperanzas y muertes, le daban l &