su cuerpo, formaban parte de algún bloque de cemento o eran simple ceniza en
algún horno eléctrico, idénticas gaviotas hacían en un cielo parecido las mismas y
ancestrales evoluciones. Y así todo pasaba y todo era olvidado, mientras las aguas
seguían golpeando rítmicamente las costas de la ciudad anónima.
Escribir al menos para eternizar algo: un amor, un acto de heroísmo como el de
Marcelo, un éxtasis. Acceder a lo absoluto. O quizá (pensó con su característica
duda, con aquel exceso de honradez que lo hacía vacilante y en definitiva ineficaz),
quizá necesario para gente como él, incapaz de esos actos absolutos de la pasión y
el heroísmo. Porque ni aquel chico que un día se prendió fuego en una plaza de
Praga, ni Ernesto Guevara, ni Marcelo Carranza habían necesitado escribir. Por un
momento pensó que acaso era el recurso de los impotentes. No tendrían razón los
jóvenes que ahora repudiaban la literatura? No lo sabía, todo era muy complejo,
porque si no habría que repudiar, como decía Sabato, la música y casi toda la
poesía, ya que tampoco ayudaban a la revolución que esos jóvenes ansiaban.
Además, ningún personaje verdadero era un simulacro levantado con palabras:
estaban construidos con sangre, con ilusiones y esperanzas y ansiedades
verdaderas, y de una oscura manera parecían servir para que todos, en medio de
esta vida confusa, pudiésemos encontrar un sentido a la existencia, o por lo menos
su remota vislumbre.
Una vez más en su ya larga vida sentía esa necesidad de escribir, aunque no le era
posible comprender por qué ahora le nacía de ese encuentro con Sabato en la
esquina de Junín y Guido. Pero al mismo tiempo experimentaba su crónica
impotencia frente a la inmensidad. El universo era tan vasto. Catástrofes y
tragedias, amores y desencuentros, esperanzas y muertes, le daban l &