En el viejo Bar Chichín, de la calle Almirante Brown esquina Pinzón, su actual
dueño, don Jesús Mourente, mientras se disponía a cerrar el negocio, le dijo al
único parroquiano que quedaba en el mostrador:
—Dale, Loco, que hay que cerrar.
Natalicio Barragán apuró su copita de caña quemada y salió tambaleante. Ya en la
calle, repitió el cotidiano milagro de atravesar con distraída placidez la avenida
recorrida a esa hora de la noche por autos y colectivos enloquecidos. Y luego, como
si caminara sobre la insegura cubierta de un barco en mar gruesa, bajó hacia la
Dársena Sur por la calle Brandsen.
Al llegar a Pedro de Mendoza, las aguas del Riachuelo, en los lugares en que
reflejaba la luz de los barcos, le parecieron teñidas de sangre. Algo le impulsó a
levantar los ojos, hasta que vio por encima de los mástiles un monstruo rojizo que
abarcaba el cielo hasta la desembocadura del Riachuelo, donde perdía su enorme
cola escamada.
Se apoyó en la pared de zinc, cerró los párpados y descansó, agitado. Después de
unos momentos de turbia reflexión, en que sus ideas trataban de abrirse paso en
un cerebro lleno de desperdicios y yuyos, volvió a abrirlos. Y de nuevo, ahora más
nítidamente