a un tipo absoluto como R., un personaje negro y terrible. Pero uno sigue viviendo
y viniendo a LA BIELA, para colmo con éxito (esos vómitos siempre tienen gran
éxito, la gente los necesita para descargarse) y si el propio R. llegara a ser escritor
es probable que terminase yendo también a la Embajada de Francia y a dar
conferencias por ahí. Todo es cuestión de esperar, caballeros. Qué podían hacer
esos chicos? Escupirlos, matarse, prostituirse. Si no hay Dios, todo está permitido.
No había dejado de pensar en ella, hasta perder la esperanza de reencontrarla. Y
ahora esa necesidad de verla, de hablar se le hacía insoportable. Salió y subiendo la
pequeña barranca se sentó en uno de los bancos cercanos a la estatua de Falcón.
Y entonces la vio, caminando por el pasaje Schiaffino hacia el bajo. Sus pasos eran
vacilantes, como si el terreno fuese peligroso, o pudiera ceder.
Dudó unos instantes, pero después decidió hablarle. Durante aquellos meses pensó
que ella lo buscaría y en cierto modo ese encuentro lo probaba, pues no podía
ignorar que él andaba siempre por ahí, cruzando ese parque, tomando café en LA
BIELA, sentado en algún banco. Era probable que por timidez no se hubiera
animado a entrar en el bar y habría preferido recorrer el parque hasta convertir el
encuentro en algo casual o que al menos lo pareciese. Se acercó, se puso a su lado,
pero como ella seguía su camino sin mirarlo, la tomó de un brazo. Ella lo miró en
silencio, aunque sin sorpresa, lo que confirmaba su idea de la búsqueda.
—Vivís por aquí? —le preguntó.
—No —respondió, rehuyendo los ojos—. Vivimos en Belgrano R.
—Y qué andás haciendo por la Recoleta?
Le hizo la pregunta casi sin querer, en seguida se arrepintió: era como obligarla a
reconocer su deseo de reencontrarlo.
—Todo el mundo tiene el derecho a caminar por aquí —contestó.
Él se quedó molesto. Estaban frente a frente, en una situación un poco ridícula, ella
mirando al suelo.
—Perdóneme —agregó de pronto—. He sido una grosera.
—No tiene importancia.
La chica levantó sus ojos, lo observó fijamente y apretó la mandíbula, mientras se
sonrojaba. Y luego, en voz baja confesó:
—No sólo grosera. También mentirosa.
—Ya lo sé, pero no tiene importancia.
—Cómo, que lo sabe?
Él no supo qué decir sin herirla. La llevó de un brazo hasta el banco y allí
permanecieron un largo rato. La muchacha, molesta, parecía estudiar el césped,
hasta que se decidió a comentar:
—Lo que sucede es que usted sabe que yo quería verlo. Que durante semanas
anduve dando vueltas por aquí.
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