Test Drive | Page 66

entró en cafés, volvió a calles indiferentes, se sentó en bancos de plazas silenciosas. Ya era de mañana cuando volvió a su cuarto y se echó a dormir. Cuando se despertó, a la tarde, pensó en Amancio. Mientras iba hacia su casa, reflexionó que su tío-abuelo quizá se sorprendería demasiado, haría preguntas, y él no sería capaz de responderle, no decirle la verdad, de entristecerlo. Pensó en aducir otros motivos: vivir más tranquilo, pensar un poco más en sí mismo, la gente, él sabía. Subió con pensamientos contradictorios las viejas escaleras pensando, una vez más, cómo el pobre viejo podía haberse resignado a existir casi emparedado, en aquel fragmento delantero de una de esas casas de dos pisos que se hacían a fines de siglo, ahora divididas en sórdidos departamentos. Lo encontró lleno de bufandas, tricotas y abrigos. Hasta su raído sobretodo con cuello verdoso de terciopelo. Señalando hacia abajo, aseguró: —Si para el viento, Marcelito, esta noche yela. Se van a helar los frutales. Marcelo miró a través de la ventana, como si abajo, en la calle, estuvieran los frutales. Su cortesía era más fuerte que su lógica. Enigmáticamente, don Edelmiro Lagos dictaminó: —El pampero es el pampero. Con su traje negro, su cuello duro y alto, sus puños almidonados, parecía listo para la firma de una escritura en su escribanía (en 1915). Con la mano izquierda sobre la empuñadura de plata de su bastón, semejaba un tótem indígena somnoliento, con los ojos semicerrados. Su cara terrosa era una gran superficie geográfica con montículos de pelos y lunares, entre anfractuosidades geológicas. Su famoso silencio era quebrado de vez en cuando por aquellos aforismos que, en opinión de don Amancio, lo hacían "hombre de consejo": "Ni un extremo ni el otro: el justo medio." "El tiempo lo borra todo." "No hay que perder confianza en la Nación." Sentencias que en realidad no se producían inesperadamente sino que eran precedidas por indicios casi imperceptibles, pero que no escapaban a alguien que lo siguiese de cerca. Era como si aquel oscuro tótem empezara de pronto a revelar alguna vida, que terminaba manifestándose en un ligerísimo temblor en las enormes manos y en su gran nariz. Después del aforismo volvía a su ceremonioso silencio. Con dificultades, don Amancio comenzó a incorporarse, pero Marcelo no se lo permitió. Las cosas para el mate, eso es lo que quería. —Ando medio perjudicado de la rodilla —explicó, volviendo a sentarse. Preparó el mate con parsimonia, mientras comentaba: —Así es, Edelmiro. Nunca me he hallado en este clima. 66