entró en cafés, volvió a calles indiferentes, se sentó en bancos de plazas
silenciosas. Ya era de mañana cuando volvió a su cuarto y se echó a dormir.
Cuando se despertó, a la tarde, pensó en Amancio. Mientras iba hacia su casa,
reflexionó que su tío-abuelo quizá se sorprendería demasiado, haría preguntas, y él
no sería capaz de responderle, no decirle la verdad, de entristecerlo. Pensó en
aducir otros motivos: vivir más tranquilo, pensar un poco más en sí mismo, la
gente, él sabía.
Subió con pensamientos contradictorios las viejas escaleras pensando, una vez
más, cómo el pobre viejo podía haberse resignado a existir casi emparedado, en
aquel fragmento delantero de una de esas casas de dos pisos que se hacían a fines
de siglo, ahora divididas en sórdidos departamentos. Lo encontró lleno de
bufandas, tricotas y abrigos. Hasta su raído sobretodo con cuello verdoso de
terciopelo. Señalando hacia abajo, aseguró:
—Si para el viento, Marcelito, esta noche yela. Se van a helar los frutales.
Marcelo miró a través de la ventana, como si abajo, en la calle, estuvieran los
frutales. Su cortesía era más fuerte que su lógica. Enigmáticamente, don Edelmiro
Lagos dictaminó:
—El pampero es el pampero.
Con su traje negro, su cuello duro y alto, sus puños almidonados, parecía listo para
la firma de una escritura en su escribanía (en 1915). Con la mano izquierda sobre
la empuñadura de plata de su bastón, semejaba un tótem indígena somnoliento,
con los ojos semicerrados. Su cara terrosa era una gran superficie geográfica con
montículos de pelos y lunares, entre anfractuosidades geológicas. Su famoso
silencio era quebrado de vez en cuando por aquellos aforismos que, en opinión de
don Amancio, lo hacían "hombre de consejo":
"Ni un extremo ni el otro: el justo medio."
"El tiempo lo borra todo."
"No hay que perder confianza en la Nación."
Sentencias que en realidad no se producían inesperadamente sino que eran
precedidas por indicios casi imperceptibles, pero que no escapaban a alguien que lo
siguiese de cerca. Era como si aquel oscuro tótem empezara de pronto a revelar
alguna vida, que terminaba manifestándose en un ligerísimo temblor en las
enormes manos y en su gran nariz. Después del aforismo volvía a su ceremonioso
silencio. Con dificultades, don Amancio comenzó a incorporarse, pero Marcelo no se
lo permitió. Las cosas para el mate, eso es lo que quería.
—Ando medio perjudicado de la rodilla —explicó, volviendo a sentarse.
Preparó el mate con parsimonia, mientras comentaba:
—Así es, Edelmiro. Nunca me he hallado en este clima.
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