Se emitieron varias exclamaciones de horror. Algunas señoras se fueron a otra
parte, visiblemente disgustadas por aquella demostración de mal gusto de ese
individuo que, para colmo, parecía satisfecho de la impresión producida por su
relato. Su satisfacción era apenas perceptible, pero cierta. S. lo observó con
cuidado: había algo desagradable en él. Le intrigó su aspecto, y le preguntó a uno
de los que tenía cerca, en voz baja, por el nombre de aquel sujeto.
—Creo que es un ingeniero Gatti, o Prati o algo por el estilo.
—Pero, cómo? No dicen que es profesor en la facultad de filosofía?
—No, no. Creo que es un ingeniero italiano.
Ahora se volvía a los campos alemanes de concentración.
—Habría que separar lo que es verdadero de lo que es propaganda aliada —
comentó L., conocido por sus ideas nacionalistas.
—Mejor sería que lo admitiesen francamente —respondió la de la rata—. Al menos
serían consecuentes con su doctrina.
—Lo que ha contado el señor —respondió L. señalando con un gesto de su cabeza
al ingeniero o profesor— no sucedió en campos alemanes de concentración: fueron
horrores producidos por bombas democráticas y norteamericanas. Y qué me
cuenta, señora, de las torturas que cometieron los paracaidistas franceses en
Argelia?
El diálogo se volvió confuso y violento. Hasta que alguien dijo:
—Bueno, barbarie. Barbarie ha habido siempre, desde que existen los hombres.
Recuerden a Mahomet II, a Bayaceto, a los asirios, a los romanos. Mahomet II
hacía aserrar vivos a los prisioneros. A lo largo. Y los miles de crucificados en la Via
Appia?, cuando la sublevación de Espartaco? Y las pirámides de cabezas que hacían
los asirios? Y el tapizado de murallas enteras con pieles arrancadas a los
prisioneros, en vida?
Se enumeraron algunas torturas. Por ejemplo, la clásica tortura china de sentar
desnudo a la víctima sobre una olla de hierro; dentro hay una enorme rata
hambrienta; luego se empieza a calentar la olla al fuego; la rata se abre paso a
través del cuerpo. Hubo nuevas exclamaciones de espanto y varios dijeron que ya
todo se estaba poniendo muy feo, pero nadie se movió, esta vez: evidentemente se
esperaban nuevos ejemplos. Se hizo un censo. El ingeniero o profesor mencionó las
torturas más conocidas: clavos debajo de las uñas, empalamiento, dislocamiento.
Dirigiéndose al Dr. Arrambide, campeón de la Ciencia y del Progreso, S. agregó la
picana eléctrica, tan celebrada en las comisarías argentinas. Sin hablar, por
supuesto, de los amplificadores de radio que permiten los bailes en el Gran Buenos
Aires y la unificación de los espíritus.
Lulú, que acababa de llegar al grupo y que había podido oír algunas de las últimas
atrocidades, se enojó de veras.
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