Era inútil explicarle que se detestaba a ese individuo precisamente porque se lo
conocía. Pero ella seguía creyendo que hay guerras a causa del desconocimiento, y
era inútil mostrarle la insuperable ferocidad de las guerras civiles, las suegras, los
hermanos Karamazov, así que tomaba su whisky en uno de los rincones, mientras
el Dr. Arrambide miraba con su cara de invariable sorpresa (ojos muy abiertos,
cejas levantadas, frente arrugada por grandes líneas horizontales), como si en ese
mismo momento acabaran de anunciarle la entrega de un Premio Nobel a un
enano. Y de pronto, sin saber por qué, se encontró en medio de una discusión,
porque alguien dijo que la vida era una gran cosa y Margot, con su aire de mujer
siempre apenada y sus cejas circunflejas, mencionaba en cambio el cáncer y los
asaltos, las drogas, la leucemia y la muerte de Parodi.
—Pero la ciencia progresa siempre —objetó Arrambide—. Antes se morían
centenares de miles en una peste, como la fiebre amarilla.
S. estaba esperando un momento propicio para irse sin herir a Maruja, pero no
pudo con su temperamento y se encontró haciendo lo que había jurado jamás
hacer: discutiendo con Arrambide. Claro, dijo, felizmente todo eso ya pasó y ahora
en lugar del cólera se prefería la gripe asiática, el cáncer y los infartos. A lo cual el
Dr. Arrambide iba a responder con una sonrisa irónica, cuando alguien comenzó un
inventario de calamidades en campos de concentración. Se citaron ejemplos.
Una señora recordó que en EL TÚNEL se citaba el caso de un pianista que había sido
obligado a comer una rata viva.
—Qué asquerosidad —exclamó una señora.
—Será asqueroso, pero es lo único bueno de esa novela —agregó la que había
traído la cita, suponiendo que el autor estaba en otra parte. O suponiendo que
estaba allí mismo.
Entonces intervino el individuo. A S. le pareció que lo habían presentado antes
como profesor de algo en la facultad de filosofía.
—Leyeron un artículo de Gollancz en
SUR?
—No me hable de Victoria —dijo la señora que había elogiado el único mérito de la
novela.
—Pero si no hablo de Victoria —aclaró el profesor—. Estoy hablando de un artículo
de Víctor Gollancz.
—Bueno, y qué hay con ese señor.
—Cuenta lo que pasaba en Corea con las bombas de Napalm.
—Bombas de qué?
—De Napalm.
—Las bombas de Napalm —comentó el Dr. Arrambide— no se han usado solamente
en Corea. Ya se usan en todas partes.
61