Test Drive | Page 57

Detrás del Automóvil Club y arriba había una atmósfera desfalleciente, algo que estaba por morir de un momento a otro. El día comenzaba a declinar, y era como la espera del fin del mundo, no catastrófico sino apacible. Pero total y planetario. Un conjunto de inminentes cadáveres, gente ansiosa en la clínica de un famoso cancerólogo, en receloso silencio recíproco, sin mayores esperanzas pero todavía vivos, aún con un soplo de existencia. Luego volvió a la difícil marcha. Cuando llegó a la casa, subió por el ascensor de servicio y entró a su cuarto por atrás. Sentado en el borde de su cama, oía el ruido de la reunión. Cuánto cumplía su madre? De pronto, sin saber por qué, pensó con ternura en ella, en sus palabras cruzadas, en aquella cabecita rellena de ríos del Asia Menor, celenterados de cuatro letras y amor por sus hijos, aunque fuera desatinado y distraído: acariciando a Beba como si fuera Silvina y a Silvina como si fuera Mabel. O esas confusiones de nombres y apellidos, de oficios. Por qué pensaba en su madre y no en su padre? El cuarto estaba ya casi oscuro. En la pared apenas podía distinguirse la fotografía de Miguel Hernández en el frente, la mascarilla de Rilke, Trakl con su disparatado uniforme militar, el retrato de Machado, Guevara, medio desnudo, la cabeza caída hacia abajo, los ojos abiertos mirando a la humanidad, la Piedad de Miguel Ángel con el cuerpo de Cristo sobre el regazo de la Madre, su cabeza también caída hacia atrás. Su mirada volvió a la mascarilla de Rilke, ese reaccionario, decía Araujo con desprecio. Era así? Su espíritu estaba siempre confuso, o al menos eso es lo que le increpaba Araujo. Era posible admirar a la vez a Miguel Hernández y a Rilke? Miró distraídamente su biblioteca de chico: Julio Verne, Viaje al centro de la tierra, La casa de vapor, Veinte mil leguas de viaje submarino. Sintió un fuerte dolor en su pecho y tuvo que recostarse. UN COCKTAIL El Dr. Carranza miraba hacia la puerta, esperaba a Marcelo, con una mezcla de ansiedad y tristeza. Mientras Beba insistía en el diamante Hope: —Dos millones. —Y cómo se llamaba la mujer esa? —McLean, Evelyn McLean. Son sordos? —Así que la encontraron podrida en el baño. —Sí, vecinos. Preocupados porque no salía en su auto. 57