Test Drive | Page 51

la condesa. Me era imposible al comienzo imaginarlo. Obtener dinero de cierta gente? Más bien me inclinaba a pensar en el vínculo que puede haber entre el jefe de un servicio de espionaje y uno de esos agentes. Pero, qué clase de espionaje? A favor de qué país? No era concebible que en es e caso el jefe permitiese una tal pérdida de tiempo con una persona que, como yo, no podía en absoluto interesar desde el punto de vista de la guerra. Y era evidente que no sólo lo permitía sino que fomentaba sus relaciones conmigo. En aquel primer tiempo pensé mucho sobre el problema y me pareció que sólo había dos alternativas: o no había tal tarea de espionaje, sino algún retorcido vicio; o existía el espionaje, pero no era sobre la guerra sino a propósito de algo diferente, en cuyo caso era probable que yo estuviese siendo envuelto en una red sutil pero poderosa. El segundo encuentro con Schneider se produjo en 1962, a los pocos meses de haber aparecido en las librerías HÉROES Y TUMBAS. Y fue a través de Hedwig. Tuve una enorme sorpresa, porque no la había vuelto a ver y suponía que, como muchos otros emigrados, habría vuelto a Europa. Sí, en efecto, me dijo, había estado unos años en New York, donde tenía primos. El encuentro se produjo en un café al que nunca voy, de modo que a primera vista debía considerarse obra de una casualidad. Pero más tarde reflexioné que esa casualidad era demasiado grande para que fuese posible: era evidente que me seguían. Al poco rato llegó Schneider, quien, como ya dije, me habló de mi novela. No me habló de entrada del Informe sobre Ciegos, sino después de haber comentado cosas diversas: lo de Lavalle, por ejemplo. Y luego, como si fuera algo curioso, me preguntó sobre Vidal Olmos. —Parece que usted tiene una obsesión con los Ciegos —dijo riéndose groseramente. —Vidal Olmos es un paranoico —le respondí—. No comentará la ingenuidad de atribuirme a mí todo lo que ese hombre piensa y hace. Volvió a reírse. La cara de Hedwig era la de un sonámbulo. —Vamos, amigo Sabato —me reconvino—. Habrá leído usted también a Chestov, no? —A Chestov? Me quedé maravillado de que conociera a un autor tan poco leído. —Sí, claro —admití, avergonzado. Tomó un largo trago de cerveza y luego se secó la boca con el dorso de la mano. Al levantar de nuevo sus ojos hacia mí me pareció que brillaban de modo que hasta ese momento nunca había visto. Pero fue un décimo de segundo, quizá, porque en seguida volvieron a ser risueños, bromistas, vulgares. —Claro, claro —agregó, enigmáticamente. Yo me sentí mal, aduje un compromiso, después de preguntarle la hora me levanté, con la promesa (que no pensaba cumplir) de volverme a encontrar con ellos. Al despedirme de Hedwig me pareció advertir en su expresión un dejo de súplica. Qué 51