Me quedé mirándola.
—Creí que habría escapado antes —agregué.
—Cuándo?
—Al entrar el ejército hitlerista.
Fijó su mirada en la copa y después de un instante dijo:
—Nunca fuimos nazis, pero nos dejaron tranquilos.
Volví a expresar asombro.
—Qué, le parece extraño? No fuimos el único caso. Quizá pensó en utilizarnos.
—Utilizarlos? Quién?
—Hitler. Siempre buscó el apoyo de ciertas familias. Usted sabe.
—Apoyo en una familia judía?
Se puso colorada.
—Perdón, no quise ofenderla, para mí eso no es motivo de vergüenza —me
apresuré a decir.
—Para mí tampoco. Pero no es eso.
Después de un momento de duda, agregó:
—Yo no soy judía.
En este momento volvió Schneider con el húngaro, que se despidió y se fue.
Schneider había oído las últimas palabras de la mujer, y con su risa vulgar me
explicó que ella era la condesa Hedwig von Rosenberg.
Me quedé bastante molesto. A pesar de mi turbación pude observar un curioso
fenómeno, que en encuentros posteriores fui ratificando: la cercanía de aquel
individuo convertía a esa mujer en otra persona. Y aunque no llegaba a los
extremos del hipneta en el escenario con el mago que la maneja, sentí que algo
semejante sucedía en su espíritu. Después, en otras ocasiones, confirmé esa
impresión, que no sólo resultaba desagradable sino que tenía algo de repugnante,
quizá porque se asistía al subyugamiento de un ser de extrema delicadeza por un
hombre vulgar hasta la punta de sus dedos. Cuál era el secreto de ese vínculo?
En muchos años más tarde, cuando en 1962 aquel hombre volvió a aparecer en mi
camino, tuve oportunidad de confirmar y ahondar el fenómeno y hube de llegar a la
conclusión de que entre ellos sólo podía haber la relación de mago a médium.
Bastaba un signo silencioso de Schneider para que ella ejecutara lo que él quería.
Lo curioso es que no presentaba ninguno de esos prestigiosos atributos que se
suponen en los que tienen poderes mentales: ojos penetrantes, ceño fruncido,
boca apretada. Mantenía invariablemente su grosera ironía, con sus gruesos labios
entreabiertos. De amor, ni hablemos. Cualesquiera fuesen las relaciones entre ellos,
era evidente que Schneider no quería a nadie. La palabra instrumento era la que
mejor parecía caracterizar a Hedwig. Pero un instrumento lo es para algo, y yo me
pregunté (a partir de aquel reencuentro en 1962) para qué empleaba Schneider a
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