Test Drive | Page 46

—pensaba Bruno—, las estatuas lo contemplaban desde allá arriba con su intolerable melancolía, y con seguridad empezaba a dominarlo el mismo sentimiento de desamparo y de incomprensión que alguna vez había sentido Castel caminando por ese mismo sendero. Y, sin embargo, esos muchachos, que comprendían ese desamparo en aquel desdichado, no eran capaces de sospecharlo en él mismo; no terminaban de comprender que aquella soledad y aquel sentido del absoluto de alguna manera seguían refugiados en algún rincón de su propio ser, ocultándose o luchando contra otros seres, horribles o canallescos, que allí también vivían, pugnando por hacerse lugar, demandando piedad o comprensión, cualquiera hubiese sido su suerte en las novelas, mientras el corazón de S. seguía aguantando en esta turbia y superficial existencia que los torpes llaman "la realidad". NACHO ENTRÓ EN SU CUARTO, buscó la fotografía de Sabato en la embajada francesa, la recortó y la fijó con chinches en la pared, al lado de otras dos: una de Anouilh entrando en la iglesia de jacquet, del brazo de su hija con traje blanco de novia, con un cartelito escrito con un marcador colorado, como en las historietas, que decía EL HIJO DE PUTA DE CREÓN; otra de Flaubert, con un Nacho chiquitito al lado que le gritaba: PERO ELLA SE SUICIDÓ, ASQUEROSO! Con el mismo marcador colorado, de uno de los espectadores que aparecía cerca de Sabato, dibujó un globito y dentro una sola palabra: CANALLITA! Una sola palabra, pero que le parecía doblemente significativa porque pertenecía al arsenal de ese caballero. Luego se retiró un poco, como para juzgar un cuadro en una exposición. Su boca apretada, con las comisuras hacia abajo, manifestaba a la vez desdén y amarga repugnancia. Finalmente escupió, se limpió la boca con el dorso de la mano, y tirándose en la cama se quedó pensativo, mirando el techo. Cerca de la medianoche oyó los pasos de Agustina en el corredor y en seguida el ruido de la llave. Entonces se levantó y prendió la luz del techo. —Apagá esa luz —dijo ella, entrando—. Sabés que me hace mal. Le alarmó el tono, entre imperativo y angustiado. A la luz del velador no podía distinguir bien su expresión, aunque conocía aquella cara y le era posible recorrerla como una mula en la noche bordea precipicios sin caer al abismo. Vestida, Agustina se tiró en la cama, mirando a la pared. Nacho salió. 46