—pensaba Bruno—, las estatuas lo contemplaban desde allá arriba con su
intolerable
melancolía,
y
con
seguridad
empezaba
a
dominarlo
el
mismo
sentimiento de desamparo y de incomprensión que alguna vez había sentido Castel
caminando por ese mismo sendero. Y, sin embargo, esos muchachos, que
comprendían ese desamparo en aquel desdichado, no eran capaces de sospecharlo
en él mismo; no terminaban de comprender que aquella soledad y aquel sentido del
absoluto de alguna manera seguían refugiados en algún rincón de su propio ser,
ocultándose o luchando contra otros seres, horribles o canallescos, que allí también
vivían, pugnando por hacerse lugar, demandando piedad o comprensión, cualquiera
hubiese sido su suerte en las novelas, mientras el corazón de S. seguía aguantando
en esta turbia y superficial existencia que los torpes llaman "la realidad".
NACHO ENTRÓ EN SU CUARTO,
buscó la fotografía de Sabato en la embajada francesa, la recortó y la fijó con
chinches en la pared, al lado de otras dos: una de Anouilh entrando en la iglesia de
jacquet, del brazo de su hija con traje blanco de novia, con un cartelito escrito con
un marcador colorado, como en las historietas, que decía EL HIJO DE PUTA DE
CREÓN; otra de Flaubert, con un Nacho chiquitito al lado que le gritaba: PERO ELLA
SE SUICIDÓ, ASQUEROSO!
Con el mismo marcador colorado, de uno de los espectadores que aparecía cerca de
Sabato, dibujó un globito y dentro una sola palabra: CANALLITA! Una sola palabra,
pero que le parecía doblemente significativa porque pertenecía al arsenal de ese
caballero. Luego se retiró un poco, como para juzgar un cuadro en una exposición.
Su boca apretada, con las comisuras hacia abajo, manifestaba a la vez desdén y
amarga repugnancia. Finalmente escupió, se limpió la boca con el dorso de la
mano, y tirándose en la cama se quedó pensativo, mirando el techo.
Cerca de la medianoche oyó los pasos de Agustina en el corredor y en seguida el
ruido de la llave. Entonces se levantó y prendió la luz del techo.
—Apagá esa luz —dijo ella, entrando—. Sabés que me hace mal.
Le alarmó el tono, entre imperativo y angustiado. A la luz del velador no podía
distinguir bien su expresión, aunque conocía aquella cara y le era posible recorrerla
como una mula en la noche bordea precipicios sin caer al abismo. Vestida, Agustina
se tiró en la cama, mirando a la pared. Nacho salió.
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