alguna manera que en ese momento no alcanzaba a comprender, para luego
rebotar para golpearlo nuevamente a él, en plena cara, violenta y humillantemente.
Se sentó en el banco circular que rodea las raíces del gran gomero.
El parque iba apagándose con las sombras del atardecer. Cerró los ojos y
comenzaba a meditar sobre su vida entera cuando sintió una voz de mujer que lo
llamaba con timidez. Al abrir los ojos la vio delante, en actitud vacilante y quizá
culpable. Se levantó.
La chica lo miró unos instantes con aquella expresión del retrato de Van Gogh y por
fin se animó a decirle:
—La actitud de Nacho no expresa toda la verdad.
Sabato se quedó mirándola y luego comentó con sorna:
—Caramba, menos mal.
Ella apretó la boca y por un segundo intuyó que su frase había sido desafortunada.
Trató de atenuarla:
—Bueno, realmente, no quise decir tampoco eso. Ya ve, todos nos equivocamos,
decimos palabras que no nos representan con exactitud... Quiero decir...
S. se sintió muy torpe, sobre todo porque ella seguía mirándolo con aquella
expresión inescrutable. Se produjo una situación un poco ridícula, hasta que ella
dijo:
—Bien, lamento mucho... yo... Nacho... Adiós!
Y se fue.
Pero de pronto se detuvo, vaciló y finalmente volvió para agregar:
—Señor Sabato —su voz era trémula—, quiero decir... mi hermano y yo... sus
personajes... digo, Castel, Alejandra... Se detuvo y se quedaron mirándose un
momento. Luego ella agregó, de modo siempre vacilante:
—No vaya a sacar una idea equivocada... Esos personajes absolutos... usted
comprende... usted... esos reportajes... esa clase de revistas...
Se calló.
Y casi sin transición, como con seguridad habría hecho también su hermano, gritó
"Es horrible!" y salió casi corriendo. Sabato quedó paralizado por su actitud, por sus
palabras, por su sombría y áspera belleza. Luego, mecánicamente, empezó a
caminar por el parque, tomando el sendero que bordea el paredón del Asilo.
EN EL CREPÚSCULO
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