como para elevarla a la categoría de rasgo característico en el código de los Bassán.
Nicolás miró a sus camaradas: se concebía al viejo Sierra sin mentirle al inglés
O'Donnell? De ningún modo, confirmaron.
—Me están haciendo una broma.
Bruno trató de descubrir algún brillo malicioso.
Nicolás se volvió hacia Marco, el menor (cuarenta y cinco años) y le ordenó:
—Si duerme papá, que venga Juancho.
—Momento —receló Bruno.
Lo acompañó a Marco, temía que lo pusieran al tanto. Juancho mostraba el
cansancio de tantos días de sueño y sufrimiento.
—Vos no has oído —explicó Nicolás—. Decile a éste cuál era el rasgo más
característico de don Sierra.
—Contarle mentiras al inglés O'Donnell.
Volvió Marco:
—Se despertó, quiere agua.
Se fue Juancho y la realidad que se había mantenido sordamente debajo de los
tiernos recuerdos, como la permanente guerra durante el pequeño y dulce intervalo
en que el soldado lee las cartas y abre el paquete de cositas, resurgió con dureza.
Se callaron, y durante un rato fumaron en silencio. Se oían quejidos. Nicolás miraba
hacia fuera, pensando. Qué pensaban?
Bruno salió a la calle.
Todo, desde el nombre del pueblo, estaba vinculado a los seres que habían tenido
peso en su vida: Ana María Olmos, su hijo Fernando, Georgina. Y aunque ansiaba
encaminarse a la vieja casa que había originado aquel pueblo, algo se lo impedía, y
sólo atinaba a dar vueltas en sus cercanías. Por las calles polvorientas los nombres
despertaban sus recuerdos: la tienda de Salomón, la zapatería de Libonatti, el
chalet del Dr. Figueroa, la Sociedad de Socorros Mutuos de su Majestad Vittorio
Emmanuele.
Pero a Bruno los recuerdos de infancia se le habían presentado siempre como
hechos inconexos y por lo tanto irreales. Porque la realidad la concebía como
fluente y viva, como una palpitante trama, mientras que esos recuerdos aparecían
desvinculados entre sí, estáticos, válidos en sí mismos, cada uno en su extraña y
solitaria isla, con ese mismo género de irrealidad de las fotografías, ese mundo de
seres petrificados en que para siempre hay un niño de la mano de una madre ya
inexistente (convertida en tierra y planta), mientras el niño no es casi nunca aquel
gran médico o héroe que la madre imaginó sino un oscuro empleado que,
revolviendo papeles, encuentra la fotografía y la contempla a través de ojos
empañados.
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