—Juancho! —exclamaba de pronto—. Incendian la cama! Y semiincorporándose,
señalaba las llamas: allí, del lado de los pies.
Su hijo se levantaba con celeridad y apagaba el fuego con grandes ademanes, con
esa exageración de las pantomimas, cuando es necesario hacerse entender por los
solos gestos. Se tranquilizaba por algún tiempo.
Después, la cama se rompía, era preciso apuntalarla. Juancho traía maderas, se
echaba al suelo, apuntalaba la cama. Más tarde, apartándose del respaldo,
aterrorizado, señalaba con el índice, le mostraba gente, las acusaba de cobardes y
agregaba palabras incomprensibles. Juancho se levantaba, increpaba a los intrusos
con grandes voces, los echaba a empujones.
—Juancho —murmuraba de pronto el viejo en voz baja, como para contarle un
secreto.
El hijo se aproximaba y ponía la oreja cerca de su boca, por la que salía el olor a
podrido.
—Han entrado ladrones —susurraba—. Están disfrazados de ratas y ahora se han
escondido en el ropero. Gaviña, ése es el jefe. Te acordás? El que fue comisario
cuando los conservadores. Un ladrón, un sinvergüenza. Se cree que no lo reconocí
disfrazado de rata.
Desfilaban viejos rostros, antiguos conocidos. Su memoria se había vuelto a la vez
afilada y grotesca, deformada monstruosamente por el delirio y la morfina.
—Pero don Juan! Quién iba a decir que terminaría de mensual! Con la fortuna que
supo tener!
Se lo señalaba, meneando la cabeza, sonriendo como no queriéndolo creer, con
cierta irónica desilusión. Su hijo buscaba con la mirada.
—Ahí, rasqueteando el caballo.
—Ah —comentaba Juancho—. Hay que embromarse.
—Te das cuenta? Don Juan Audiffred. Quién lo hubiera dicho.
Comentaba el asunto normalmente, por un largo rato, porque por un lado veía
monstruos o fantasmas y en seguida se comportaba con sensatez, conversando con
hombres muertos veinte años atrás, con la misma naturalidad con que luego decía
que su garganta estaba reseca y le vendría bien un poco de agua. Cuando Bruno
volvía de la calle, su hermano le comentaba riéndose las ocurrencias de su padre,
con esa mezcla de ternura y condescendencia con que el padre cuenta las fantasías
de su chiquilín. Pero entonces recomenzaba el delirio y Juancho retornaba a las
mágicas pantomimas, mientras Bruno se deslizaba al vestíbulo, donde sus otros
hermanos hablaban de cosechas, rindes del maíz, compra y venta de campos,
animales. Bruno los escuchaba y, queriendo entrar en aquella comunidad,
recordaba que de chico sabían encargarle el peso del trigo en la balanza de
de