de cola larga. Y cuando por fin se fue, su padre dijo: "Nunca más entrará en esta
casa". Y como para demostrar la precariedad de esa clase de palabras frente a las
fuerzas de la especie y de la sangre, no sólo Juancho había vuelto sino que ahora
era quien cuidaba de su padre, día y noche.
—Agua, Juancho —murmuró, despertando de aquel sueño de drogas, que debía
diferenciarse de sus antiguos sueños como un pantano sucio, lleno de fieras, de una
hermosa laguna visitada por aves.
Levantándolo un poco con su brazo izquierdo, le dio una cucharadita, como a un
niño.
—Ha venido Bruno.
—Eh, cómo? —tartajeaba con su lengua de trapo.
—Bruno. Ha vuelto Bruno.
—Eh, cómo?
Miraba hacia adelante, con toda la cara, como un ciego.
Juancho entreabrió las persianas. Entonces Bruno vio lo que sobrevivía de aquel
hombre enérgico y poderoso. De sus ojos hundidos, que parecían dos bolitas
verdosas de vidrio resquebrajado y casi opacas, pareció surgir un pequeñísimo
brillo, como una llamita de un rescoldo que se alienta.
—Bruno —murmuró por fin.
Bruno se acercó, se inclinó, intentó un torpe abrazo, mientras sentía el espantoso
olor.
Articuló como un borracho:
—Ya ves, Bruno. Soy una ruina.
Fue una lucha de muchos días, llevada con la misma energía con que había luchado
contra todos los obstáculos. Morir era caer vencido, y nunca se había declarado
vencido. Bruno se decía que estaba hecho de la misma sustancia de aquellos
venecianos que levantaron su ciudad luchando contra el agua y la peste, contra los
piratas y el hambre. Todavía conservaba el perfil austero del Jacopo Soranzo
pintado por el Tintoretto.
Se preguntaba si no era un acto de mezquindad y de cobardía salir, distraerse,
recorrer las calles del pueblo, en lugar de tener presente el dolor de su padre en
cada instante, asumirlo como Juancho. Luego, cobardemente, en fragmentarios
pensamientos que no se atrevían a integrarse del todo, se decía que nada de malo
había en olvidar el horror. Pero casi en seguida reflexionaba que aunque su padre
no iba a sufrir ni más ni menos con ese alejamiento de su conciencia y de su
memoria, era de cualquier modo una especie de traición. Entonces, abochornado,
volvía a su casa y durante un rato pagaba una mezquina cuota de solidaridad,
mientras Juancho seguía vigilando desde su sillón, atento al más mínimo rumor,
ayudándolo, escuchando sus largos y disparatados delirios.
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