Todo era igual y todo era diferente. Porque aquel modesto ferrocarril seguía
manteniendo los mismos coches y vías, las mismas construcciones, el color de
siempre. Más gastado y más viejo. Pero no tan gastado ni tan viejo como los
hombres que habían vivido y sufrido en el mismo transcurso. Porque, pensaba, los
seres humanos se gastan más que las cosas y desaparecen más pronto. Y así un
modesto sillón de viena que sobrevive en un altillo recuerda la muerte de la madre
que lo usaba. Pero con una especie de estúpido patetismo. Porque un potiche,
cualquier fruslería que presenció un gran amor, y que intensamente vibró con el
poderoso resplandor que la pasión confiere a los simples objetos que fueron sus
testigos, y que luego, con la torpe pertinacia de las cosas sobreviven pero volviendo
a la insignificancia que les es propia: tan opacos y estúpidos como los decorados de
un escenario cuando la magia de la obra y de las candilejas ha terminado.
Sí, aquellos vagones seguían siendo los mismos, pero los hombres habían cambiado
o desaparecido. Y sobre todo yo soy distinto. Muchas y grandes catástrofes habían
enterrado en su espíritu una ciudad sobre otra, como la tierra y los incendios y las
depredaciones las nueve Troyas. Y aunque los que moraban sobre las ruinas
antiguas parecían vivir como todos, debajo se oían a veces apagados murmullos, o
se encontraban residuos de huesos y escombros de palacios que fueron altaneros, o
rumores o leyendas de pasiones extinguidas.
A medida que se alejaba de Buenos Aires las estaciones parecían acercarse al
arquetipo de la estación pampeana, como los sucesivos proyectos de un pintor que
busca la obsesión que yace en el fondo de su ser: un almacén con paredes de
ladrillo descubierto, al otro lado de una calle de tierra; unos paisanos de bombacha
y