Test Drive | Page 352

Todo era igual y todo era diferente. Porque aquel modesto ferrocarril seguía manteniendo los mismos coches y vías, las mismas construcciones, el color de siempre. Más gastado y más viejo. Pero no tan gastado ni tan viejo como los hombres que habían vivido y sufrido en el mismo transcurso. Porque, pensaba, los seres humanos se gastan más que las cosas y desaparecen más pronto. Y así un modesto sillón de viena que sobrevive en un altillo recuerda la muerte de la madre que lo usaba. Pero con una especie de estúpido patetismo. Porque un potiche, cualquier fruslería que presenció un gran amor, y que intensamente vibró con el poderoso resplandor que la pasión confiere a los simples objetos que fueron sus testigos, y que luego, con la torpe pertinacia de las cosas sobreviven pero volviendo a la insignificancia que les es propia: tan opacos y estúpidos como los decorados de un escenario cuando la magia de la obra y de las candilejas ha terminado. Sí, aquellos vagones seguían siendo los mismos, pero los hombres habían cambiado o desaparecido. Y sobre todo yo soy distinto. Muchas y grandes catástrofes habían enterrado en su espíritu una ciudad sobre otra, como la tierra y los incendios y las depredaciones las nueve Troyas. Y aunque los que moraban sobre las ruinas antiguas parecían vivir como todos, debajo se oían a veces apagados murmullos, o se encontraban residuos de huesos y escombros de palacios que fueron altaneros, o rumores o leyendas de pasiones extinguidas. A medida que se alejaba de Buenos Aires las estaciones parecían acercarse al arquetipo de la estación pampeana, como los sucesivos proyectos de un pintor que busca la obsesión que yace en el fondo de su ser: un almacén con paredes de ladrillo descubierto, al otro lado de una calle de tierra; unos paisanos de bombacha y