atrevió a tocar con sus manos, todavía humanas, las patas de murciélago, no pudo
dejar de ver con horrenda fascinación las garras de gigantesca rata, arrugada la
piel como la de un anciano milenario. Pero luego, como ya se ha dicho, lo que más
lo impresionó fue el surgimiento de las enormes alas cartilaginosas. Pero cuando el
proceso alcanzó la cabeza y empezó a sentir cómo se alargaba su hocico y cómo le
crecían los largos pelos sobre la nariz husmeante, su horror alcanzó la máxima e
indescriptible intensidad. Durante un tiempo quedó paralizado en la cama, donde lo
había sorprendido la transformación. Trató de conservar la calma y hacerse un
plan. En ese plan entraba el propósito de mantenerse callado, pues con gritar sólo
lograría el acceso de personas que lo matarían despiadadamente con fierros. Había,
sí, la frágil esperanza de que comprendieran que esa inmundicia viviente era él
mismo, puesto que no era lógico que se hubiese instalado en su lugar de modo
inexplicable.
En su cabeza de rata bullían las ideas.
Se incorporó, por fin, y sentado, trató de serenarse y tomar las cosas como eran.
Con cierto cuidado, como si se tratara de un cuerpo extraño a él mismo (como de
algún modo lo era), se movió hasta ponerse en la posición que acostumbra tomar
un ser humano para levantarse de la cama: es decir, se sentó de costado, con los
pies colgando hacia el suelo. Entonces advirtió que las patas no alcanzaban el piso.
Pensó que por la contracción de los huesos, su tamaño se había hecho menor,
aunque no demasiado, lo que explicaba la piel tan arrugada. Calculó que su
estatura podía alcanzar más o menos el metro veinte. Se levantó, y se contempló
en el espejo.
Durante largo rato permaneció sin moverse. Había perdido la calma y ahora lloraba
en silencio ante el horror.
Hay gente que tiene ratas en su casa, fisiólogos como Houssay, que experimentan
con esos asquerosos bichos. Pero él había pertenecido siempre a la clase de gente
que siente invencible asco ante la sola vista de una rata. Es imaginable, pues, lo
que podía sentir ante una rata de un metro veinte, con inmensas alas
cartilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de esos monstruos. Y él dentro!
Su vista había comenzado a debilitarse y entonces tuvo la repentina convicción de
que ese debilitamiento no era un fenómeno pasajero ni producto de su emoción,
sino que avanzaría paulatinamente hasta llegar a la ceguera total. Así fue: en pocos
segundos más, aunque esos segundos le parecieron siglos de catástrofes y
pesadillas, sus ojos llegaron a la absoluta negrura. Quedó paralizado, aunque sentía
que su corazón golpeaba tumultuosamente y que su piel temblaba de frío. Luego,
poquito a poquito, se acercó tanteando hacia la cama y se sentó a su costado.
Así permaneció un tiempo. Hasta que de pronto, sin poder retener, olvidando su
plan y sus razonables prevenciones, se encontró lanzando un inmenso y pavoroso
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