Test Drive | Page 347

la Dársena, mirando cuidadosamente hacia el suelo. En la esquina de Brandsen y Pedro de Mendoza se apoyó en la pared, en la misma pared, y cerró los párpados. Su corazón golpeaba agitadamente, el hormigueo en su piel se había hecho insufrible y sus manos estaban cubiertas de un sudor helado. Por fin se decidió a abrir los ojos y a levantarlos: sí, ahí estaba, lanzando fuego por sus narices, con ojos de sangre, revelando una furia silenciosa, que por eso resultaba más terrible: como si alguien nos amenazara en la soledad y en un silencio absoluto, sin que ningún otro pudiese advertir el tremendo peligro. Cerró los ojos y ya a punto de derrumbarse se abandonó sobre la pared. Permaneció así largo tiempo hasta que pudo juntar fuerzas para irse hasta el conventillo, manteniendo sus ojos clavados en las baldosas. Al otro día volvió a reproducirse el extraño fenómeno del día anterior: todos se movían de un lado a otro como si nada hubiese sucedido, se hablaba de lo mismo (de política, de fútbol) se hacían las mismas bromas en el bar de Chichín. Barragán, silencioso, los miraba con estupefacción, sin atreverse a decirles lo que en otro tiempo habría dicho. Y cuando volvió a su pieza, se cuidó muy bien de mirar hacia el cielo. Así pasaron algunos días, y cada vez se sentía más triste, más desamparado y con la sensación de estar cometiendo un acto vergonzoso, una traición o un acto de cobardía. Hasta que una de esas noches, al entrar en su cuarto oscuro lo deslumbró un fulgor que él conocía. En medio de ese fulgor vio el rostro de Cristo que lo miraba con una mezcla de pena y severidad, como a un chico que se quiere pero que está cometiendo algo repudiable. Luego desapareció. Natalicio Barragán sabía muy bien lo que le reprochaba. Quince años atrás, se le aparecía y él predicaba en la calle, en el bar de Chichín. Había anunciado el fuego sobre Buenos Aires, y todos chacoteaban con él, le decían "Dale, Loco, dale, contá lo que te dijo el Cristo", y él con la copita de caña, les contaba. Venían tiempos de sangre y de fuego, les decía, mientras amenazaba con su índice admonitorio a los grandulones que se reían y lo empujaban, les repetía que el mundo iba a ser purgado con sangre y con fuego. Y cuando en una frígida tarde de junio de 1955 la muerte cayó sobre miles de obreros en la Plaza de Mayo, y la propia mujer de Barragán murió destrozada por las bombas, y cuando a la noche los incendios iluminaron el cielo gris de Buenos Ares, todos ellos recordaron al Loco Barragán, que a partir de aquella lúgubre jornada no fue ya el mismo ser, disparatado pero bondadoso: se volvió callado, sus ojos parecían guardar un temible secreto y se recogió sobre sí mismo, como en una caverna solitaria: algo en lo más profundo de su espíritu le decía que aquello no había sido casi nada, y que muchas y más grandes tristezas habrían de desatarse un día no lejano sobre los hombres, sobre todos los hombres. Mientras tanto, había permanecido callado y los nuevos 347