la Dársena, mirando cuidadosamente hacia el suelo. En la esquina de Brandsen y
Pedro de Mendoza se apoyó en la pared, en la misma pared, y cerró los párpados.
Su corazón golpeaba agitadamente, el hormigueo en su piel se había hecho
insufrible y sus manos estaban cubiertas de un sudor helado.
Por fin se decidió a abrir los ojos y a levantarlos: sí, ahí estaba, lanzando fuego por
sus narices, con ojos de sangre, revelando una furia silenciosa, que por eso
resultaba más terrible: como si alguien nos amenazara en la soledad y en un
silencio absoluto, sin que ningún otro pudiese advertir el tremendo peligro.
Cerró los ojos y ya a punto de derrumbarse se abandonó sobre la pared.
Permaneció así largo tiempo hasta que pudo juntar fuerzas para irse hasta el
conventillo, manteniendo sus ojos clavados en las baldosas.
Al otro día volvió a reproducirse el extraño fenómeno del día anterior: todos se
movían de un lado a otro como si nada hubiese sucedido, se hablaba de lo mismo
(de política, de fútbol) se hacían las mismas bromas en el bar de Chichín. Barragán,
silencioso, los miraba con estupefacción, sin atreverse a decirles lo que en otro
tiempo habría dicho. Y cuando volvió a su pieza, se cuidó muy bien de mirar hacia
el cielo.
Así pasaron algunos días, y cada vez se sentía más triste, más desamparado y con
la sensación de estar cometiendo un acto vergonzoso, una traición o un acto de
cobardía. Hasta que una de esas noches, al entrar en su cuarto oscuro lo deslumbró
un fulgor que él conocía. En medio de ese fulgor vio el rostro de Cristo que lo
miraba con una mezcla de pena y severidad, como a un chico que se quiere pero
que está cometiendo algo repudiable. Luego desapareció.
Natalicio Barragán sabía muy bien lo que le reprochaba. Quince años atrás, se le
aparecía y él predicaba en la calle, en el bar de Chichín. Había anunciado el fuego
sobre Buenos Aires, y todos chacoteaban con él, le decían "Dale, Loco, dale, contá
lo que te dijo el Cristo", y él con la copita de caña, les contaba. Venían tiempos de
sangre y de fuego, les decía, mientras amenazaba con su índice admonitorio a los
grandulones que se reían y lo empujaban, les repetía que el mundo iba a ser
purgado con sangre y con fuego. Y cuando en una frígida tarde de junio de 1955 la
muerte cayó sobre miles de obreros en la Plaza de Mayo, y la propia mujer de
Barragán murió destrozada por las bombas, y cuando a la noche los incendios
iluminaron el cielo gris de Buenos Ares, todos ellos recordaron al Loco Barragán,
que a partir de aquella lúgubre jornada no fue ya el mismo ser, disparatado pero
bondadoso: se volvió callado, sus ojos parecían guardar un temible secreto y se
recogió sobre sí mismo, como en una caverna solitaria: algo en lo más profundo de
su espíritu le decía que aquello no había sido casi nada, y que muchas y más
grandes tristezas habrían de desatarse un día no lejano sobre los hombres, sobre
todos los hombres. Mientras tanto, había permanecido callado y los nuevos
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