EL DÍA 6 DE ENERO DE 1973
Natalicio Barragán se despertó muy tarde, con la cabeza rellena de pedazos de
vidrio y alfileres. Durante largo tiempo se quedó mirando el techo, pero sin verlo.
Estaba tratando de pensar en algo, pero no sabía qué era lo que quería pensar.
Como esos caños que van oxidándose por acción del tiempo y los ácidos, su
pensamiento apenas podía pasar ya por pequeñísimos canales, como filtraciones de
un agua barrosa y llena de coágulos. E iba a levantarse para preparar unos mates
cuando de pronto, como un rayo en una noche pesadísima y turbia, cayó sobre su
mente el recuerdo de la visión.
Se apretó la cabeza con las manos y permaneció largo tiempo agitado y temeroso.
Después se levantó, y mientras preparaba el mate el recuerdo de la bestia
llameante se hacía más y más fuerte y temible, hasta que arrojando el mate en el
suelo, salió corriendo a la calle. Era un día de sol y de cielo clarísimo. Serían como
las once y en el día de fiesta la gente andaba de un lado a otro, con chicos que
mostraban juguetes, o tomaba mate a la puerta y conversaba. Barragán escrutó
sus caras, y trató de oír sus conversaciones. Pero ni sus expresiones ni sus palabras
tenían nada de particular: eran las de cualquier día de fiesta en La Boca.
De pie en la misma esquina de Brandsen y Pedro de Mendoza, apoyado contra la
misma pared que en la madrugada le había servido de sostén, miró hacia el mismo
cielo, entre los mástiles. Le pareció mentira ver ese cielo límpido, sin nubes, sin
nada fuera de lo común, mientras la gente andaba por ahí despreocupadamente.
Decidió irse hasta la zapatería de Nicola. Estaba, como siempre, trabajando, día de
fiesta o no. Conversó con él un rato. De qué? Nada importante, pero resultaba claro
que ni había visto nada raro esa noche ni nadie le había contado de haber visto
algo.
A la tardecita, después de haber vendido los diarios que le facilitaba Berlingieri, se
dirigió al café. La absoluta ignorancia de todos aumentaba su terror de hora en
hora. En el bar se barajaban las posibilidades de Boca con Racing. Pero él
permaneció mudo, con su copita de caña en el mostrador. Esperaba la llegada de la
noche con un miedo guardado cuidadosamente, pero que se manifestaba (cosa
curiosa) en un hormigueo en toda la piel y en sus manos y pies fríos, a pesar de ser
día de verano.
Anduvo dando unas vueltas por ahí, pero a la noche volvió al café, hasta la hora de
cerrar: las dos de la madrugada. Entonces emprendió el mismo trayecto que la
noche anterior, atravesó la avenida Almirante Brown, siguió por Brandsen y llegó a
346