Entonces se acostó cruzado sobre las vías, cerró los ojos y ya aislado por la
oscuridad de esa fantasmagoría, los pequeños ruidos empezaron a cobrar
importancia. Hasta que creyó oír un rumor que pensó podía ser de una rata. Al
abrir los ojos, advirtió que era de nuevo Milord. Sus ojos penosos le parecieron un
nuevo chantaje y volvió a enfurecerse y a golpearlo, gritándole insultos y
amenazas. Hasta que se fue calmando, cansado, ya derrotado por el perro,
justamente cuando ya oía el ruido del tren. Entonces comenzó a bajar lentamente
el terraplén y a caminar hacia la casa, seguido de cerca por Milord.
Entró al cuarto y empezó a sacar su ropa, que fue poniendo en la mochila. De la
Caja del Tesoro de su niñez buscó una lupa, una escarapela que había pertenecido
a Carlucho, dos bolitas de vidrio, una pequeña brújula y un imán de herradura. De
la estantería sacó EL CAZADOR OCULTO, de la pared desprendió la foto de los
Beatles, cuando todavía estaban unidos, y la foto de un chiquito vietnamita que
corría solo en una aldea llameante. Puso todo en la mochila, así como el paquete de
sus papeles escritos. Salió al patiecito, acomodó las cosas en la moto, ató el perro
sobre la mochila y puso en marcha el motor. Pero en ese momento tuvo una idea.
Paró el motor, bajó, desató todo y una vez que extrajo la carpeta con sus papeles,
lo puso en el suelo, le prendió fuego, y observó cómo se iban convirtiendo en
cenizas aquellos buscadores de absoluto que habían comenzado a vivir (y sufrir) en
sus páginas. En ese momento, creyó que para siempre.
Empezaba a reacomodar todas las cosas cuando llegó Agustina.
Muda, como sonámbula, entró a su cuarto.
Su hermano quedó entonces, sentado sobre la moto, paralizado, sin saber ya qué
es lo que debía hacer. Bajó, pensativamente, y entró con lentitud en la pieza.
Agustina estaba sobre la cama, vestida, mirando hacia el techo, fumando.
Nacho se acercó, contemplándola con sombría morosidad. Hasta que súbitamente,
gritándole puta y repitiéndolo con histérico furor, se lanzó sobre ella y arrodillado
sobre la cama, con el cuerpo de la hermana entre sus piernas, comenzó a golpearle
la cara a puñetazos, sin que ella hiciese el menor intento de defenderse, inerte y
floja como una muñeca de trapo, lo que aumentaba la furia de su hermano.
Entonces comenzó a arrancarle la ropa a jirones, desgarrándola con saña. Y cuando
la hubo desnudado, llorando a gritos, la empezó a escupir: primero en la cara y
luego, abriéndole las piernas, en el sexo. Y finalmente, como ella seguía sin hacer
la menor resistencia y lo miraba con ojos muy abiertos llenos de lágrimas, sus
manos cayeron y se derrumbó sobre el cuerpo de la hermana, llorando. Así estuvo
un tiempo muy gr