Se levantó, salió y comenzó a caminar por Conde hacia la vía, seguido
clandestinamente por Milord. Cuando llegó al cruce de Mendoza, se detuvo un
momento, pero casi en seguida trepó el sucio terraplén de tierra, entre desperdicios
y tachos oxidados, hasta sentarse sobre los durmientes, entre los rieles. Desde allá
arriba, su vista nublada empezó a ver los primeros y tímidos anuncios de la aurora,
que con silenciosa modestia iban situándose en alguna nube, sobre los vidrios de
las torres que se habían construido entre los restos de las viejas casitas, en algún
techo lejano: esas ventanas que se abren con lentitud y cierta renovada esperanza
en la casa donde acaban de llevarse el ataúd. Julia, Julia, oceanchild, murmuró
aguardando el tren, pensando, con tenebrosa esperanza, que no podía tardar.
Momento en que sintió la lengua del perro en su mano caída. Recién comprendió
que lo había seguido a distancia. Con furiosa y al parecer desproporcionada cólera
le gritó "Dejame, retarado!" y le pegó.
Milord, jadeando, lo miró con ojos doloridos. Mientras Nacho lo contemplaba vino a
su memoria el fragmento de un libro odiado: La guerra podía ser absurda o
equivocada, pero el pelotón al que uno pertenece, los amigos que duermen en el
refugio mientras uno hace guardia, eso era absoluto. D'Arcangelo, por ejemplo. Un
perro, quizá.
—Hijo de reputísima madre! —gritó pensando en su autor.
Y una cólera aún más demencial que la de antes lo lanzó contra aquel animal, al
que pateó con furia. Hasta que se derrumbó sobre los rieles, llorando.
Cuando pudo mirarlo de nuevo, ahí estaba, inútil en su vejez.
—Volvete a casa, imbécil —le dijo con los pocos restos de su rabia, pequeñas
llamas que aún se levantan aquí y allá después de los grandes incendios. Pero
como el perro no se movía y seguía mirándolo con aquellos ojos (de dolor? de
reproche?), Nacho fue calmándose poco a poco, hasta que con desolada paciencia y
en voz muy baja le rogó que se fuera, que lo dejara solo. Su voz era cariñosa y,
aunque no se atrevía ni siquiera a murmurarlo, quería decir "perdoname, viejo".
Milord abandonó entonces su inquieta actitud y por fin movió la cola, no con fuerza
ni con alegría sino con el resto de antiguas alegrías, esas migajas que quedan en el
suelo después de las fiestas.
Nacho bajó el terraplén, al llegar abajo lo palmeó y volvió a rogarle que se fuera.
Milord lo miró todavía un momento, con desconfianza, y recién entonces, a
desgano, comenzó a irse, con su renguera, aunque echando de vez en cuando una
mirada hacia atrás.
Nacho volvió a treparse entre papeles sucios y basuras, y volvió a sentarse sobre el
durmiente, entre los rieles. A través de sus lágrimas volvió a mirar por última vez
los árboles del baldío, el farol a mercurio, la calle Conde: fragmentos de una
realidad sin ningún sentido, los últimos fragmentos que vería.
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