Lo colocan de nuevo en la mesa. El cuarto está lleno de humo, hay gritos, risas,
insultos. Todo se convierte ya en un confuso infierno. Te vamos a seguir
trabajando, maricón, hasta que largues todo. Le retuercen los testículos, le meten
la picana en la boca, en el ano, en la uretra, le golpean los oídos. Luego siente que
traen una mujer, que la desnudan y la ponen encima de él. Los picanean a los dos
a la vez, gritan palabras espantosas a la mujer, tiran baldes de agua, después lo
desatan, lo golpean en el suelo. Se desmaya, cuando vuelve en sí está de nuevo el
doctor, la jeringa. No da más, dice. Pero todos parecen una jauría enfurecida. Lo
agarran, le meten la cabeza en un tacho lleno de orina y cuando ya cree que va a
morir, le sacan la cabeza, y siempre las mismas preguntas, pero él ya no entiende
nada. Todo ha desaparecido en una tierra convulsionada por terremotos e incendios
que vuelven y vuelven, entre gritos y lamentos desgarradores de seres aplastados
por bloques de hierro y cemento, sangrantes, mutilados, aplastados por vigas de
acero ardiente. Antes de perder el conocimiento siente de pronto una especie de
inmensa alegría: VOY A MORIR, piensa.
A ESTA HORA LOS REYES MAGOS ESTÁN EN CAMINO
se dijo Nacho, con tenebrosa ironía. Desde la oscuridad que le favorecían los
árboles de la Avenida del Libertador vio detenerse, por fin, el Chevy Sport color
lacre del señor Rubén Pérez Nassif.
Bajó con Agustina. Eran aproximadamente las 2 de la madrugada.
En seguida entraron en una casa de departamentos. Permaneció en su puesto de
observación hasta eso de las 4, y luego se retiró, presumiblemente, hacia la casa.
Caminaba con las manos en los bolsillos de sus raídos jeans, encorvado, cabizbajo.
MÁS O MENOS A LA MISMA HORA
el cuerpo de Marcelo Carranza, desnudo, irreconocible, estaba en el suelo de un
corredor apenas alumbrado. El llamado Gordo preguntó si todavía estaba vivo. Uno,
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