olor a excrementos y orina, de pronto era torturado en la mesa, o era golpeado en
el vientre, o le retorcían los testículos. Todo era confuso, los nombres que le
decían, los gritos, los insultos, los escupitajos sobre la cara. En un momento sintió
que lo arrastraban de los pelos por el corredor apenas alumbrado y lo arrojaban de
nuevo en aquel calabozo hediondo y pegajoso. Creía estar solo. Pero al rato, en la
penumbra, a través de sus ojos que parecían salirse de las órbitas, hinchados,
desde donde veía todo como una fantasmagoría turbia, le pareció entrever a otro
que estaba sentado en el suelo.
El otro murmuró algo. No sabía, lo acusaban de ser miembro del FAR. Del FAR?
Había dicho que sí a todo, tenía mucho miedo. Qué le parecía? Su tono era de
ruego, de disculpa.
—Sí —musitó Marcelo.
Sí, qué, rogó el otro.
Que estaba bien, que no debía preocuparse.
El otro se quedó callado. Oyeron nuevos alaridos y luego los intervalos de silencio
(el trapo en la boca, pensaba Marcelo). Sintió que el otro se arrastraba hacia él.
—Cómo te llamás —le preguntó.
—Marcelo.
—Te torturaron mucho?
—Más o menos.
—Cantaste.
—Claro.
El otro quedó en silencio. Después dijo: quisiera orinar, pero no puedo.
Dormita, como un sueño sobre un desierto ardiente, erizado de puntas de fuego.
Hasta que lo sacuden a patadas. Vienen de vuelta. Cuánto tiempo ha pasado? Un
día o dos? No lo sabe. Sólo quiere morir de una vez. Lo arrastran de los pelos hasta
un lugar iluminado, otra pieza de tortura. Le muestran una masa informe, de
llagas, de inmundicia.
—No lo reconocés, eh.
Es el Gordo, de nuevo, con su voz helada. Ahora le parece reconocerlo, cuando
aquello intenta un gesto, algo que parece un gesto de amistad. Cuando comprende
quién es vuelve a desmayarse. Despierta en la misma pieza, le han dado algo,
quizá una inyección.
Traen a una mujer embarazada, un médico la examina, pueden darle, dice. Vas a
perder el hijo, reputísima. La picanean en los senos, en la vagina, en el ano, en las
axilas. La violan. Luego le meten un palo, mientras al lado se oyen los gritos, los
aullidos de otro:
—Es el marido —le explica el Gordo.
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