Marcelo empezó a ver desde fuera lo que le habían hecho a él, se repetían los
mismos horrores, las mismas monstruosas contorsiones.
—Paren.
Le acercaron a la chica.
—Cómo se llama?
—Esther.
Esthercita, los hombres te han hecho mal, canta uno de los del grupo.
El Gordo le dice callate, ahora.
—Dónde la conociste.
—En la fábrica.
—Qué relación tiene con vos.
—Es mi novia.
—Nada que ver con la política, no?
—No, nada que ver. Es nada más que mi novia.
—Nunca hablaban de política, no?
—Todo el mundo hoy habla de política.
—Ah, bueno. Y ella sabía que vos estabas con los Montos, me supongo.
—Yo no estoy con los Montos.
Se rieron con ganas.
—Bueno, está bien. No vamos a discutir macanas. Desnúdenla.
Buzzo gritó: "No hagan eso!" Su grito fue casi salvaje. El Gordo lo miró. Con una
especie de cortesía helada le preguntó:
—Lo vas a impedir vos?
Buzzo lo miró y dijo:
—Es cierto, ahora no puedo hacer nada. Pero si alguna vez salgo de aquí juro que
buscaré a cada uno de ustedes para matarlos.
Todos se quedaron un momento en suspenso. Sus caras demostraron enorme
regocijo. El Gordo se dio vuelta hacia ellos y les dijo qué esperaban. Entonces le
arrancaron la ropa a jirones. Marcelo no podía dejar de mirar con horror, con una
especie de fascinación alucinada. La chica era modesta, pobre, pero tenía la
humilde belleza de algunas muchachas aindiadas de Santiago del Estero. Sí, es
cierto, ahora recordaba las pocas palabras que había pronunciado: tenía el acento
santiagueño. Mientras le arrancaban las ropas, gritaban, se reían con morbosa
nerviosidad, uno sobre todo, enorme y sucio, gritaba yo primero.
En el momento en que el individuo que llamaban el Turco, babeante y enloquecido,
se lanzó sobre ella, mientras los otros gritaban, la manoseaban, se masturbaban y
el
muchacho
amarrado
a
la
mesa
gritaba
Esthercita!
Marcelo
perdió
el
conocimiento. Desde aquel momento ya no tuvo noción de tiempo, ni de lugar. De
pronto se encontraba tirado en un calabozo (el mismo de antes?), con el mismo
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