Rilke, a Trakl. Pero tampoco era fácil: cómo corregir las fallas de Marcelo sin herir,
sin que de alguna manera eso resultara una jactancia? Pero es natural, sos hija de
alemán, alcanzaba a balbucear él, queriendo justificarla. O esos lieder. Mejor con la
música, sabés? Se te graban las palabras mecánicamente. Pero él canturreaba con
vergüenza, equivocándose en los tonos y en el alemán, más de lo necesario,
haciéndolo peor de lo que era capaz de hacerlo: Gewahr mein Bruder, ein Bitt. Pero
no, Marcelo, discúlpame: Gewähr, ves? con diéresis corregía con delicadeza. Los
conmovía Schumann cantando aquella amistad viril, el granadero que va a morir y
que pide a su camarada que lo lleve a la patria, para ser enterrado allá, para estar
cerca cuando su Emperador lo convoque de nuevo; aquella canción de combate, de
melancolía y lealtad en lejanas comarcas. En la penumbra de la plaza. Entonces él
tuvo la tentación de decirle que estaba hermosa con su larga cabellera pálida sobre
la blusa negra. Pero cómo poder decirle algo tan largo y tan íntimo? Así que
caminaron sin hablar, hasta que pudieron ver el barco más de cerca: las luces y los
paveses indicaban que allí también había seres que querían ser felices, que
esperaban las sirenas y la magia de aquella hora, la hora que dividiría la vida y
dejaría atrás las penas y la pobreza y las desilusiones de un año. Después volvieron
y se volvieron a sentar en el mismo banco. Hasta que ella dijo que eran las 10, que
tendría que estar en La Lucila antes de las 11.
Sí, claro, claro. Iría él a casa de sus padres?
Marcelo la miró. A casa de sus padres? En realidad..., Palito estaba solo... y él...
Se pusieron de pie, siempre ella un poco más alta. Entonces Ulrike le rozó con su
mano la cara y le dijo "feliz año nuevo", con aquella suave ironía que
acostumbraban para disimular con lugares comunes sentimientos delicados, como
si lo escondieran entre anuncios y colorinches. Y luego, por primera vez —y
también por última— ella acercó sus labios a los de Marcelo y sintieron que algo
muy profundo se iniciaba en aquel leve contacto. La vio alejarse hacia la estación,
con su blusa negra y sus pantalones color amarillo, pensando que no era posible
que ni siquiera ella tuviese al menos el orgullo de su belleza: la belleza de un
paisaje escondido y secreto, de un lugar que no aparece en ningún prospecto de
turismo, que no ha recibido (ni recibirá) ese manoseo empalagoso e hipócrita.
Caminó por la Avenida del Libertador hacia la casa de sus padres, hasta que la miró
desde la vereda de enfrente. Sí, había luces en el séptimo piso. Estarían
preparando todo, quizá tendrían la esperanza de verlo, aunque fuese por un solo
minuto. Pensó si no era un acto de mezquindad y de soberbia no hacerlo,
entristecer aunque sea a su madre loca y distraída. Vaciló un largo tiempo,
mientras pensaba en sus palabras cruzadas, en su pelo revuelto, en sus
equivocaciones. Bécquer? Qué pasaba con Bécquer? Por qué tanto ruido si cuando
ella era así de alta recitaba de memoria a Bécquer? Beckett, mamá! Beckett! la
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