Test Drive | Page 331

—Soy yo —le explicó. Pero permaneció inmutable, con la cabeza entre las manos. Casi grotescamente, se rectificó: —Soy vos. Pero tampoco se produjo ningún indicio de que el otro lo oyera o lo viese. Ni el más leve rumor salió de sus labios, no se produjo en su cuerpo ni en sus manos el más ligero movimiento. Los dos estaban solos, separados del mundo. Y, para colmo, separados entre ellos mismos. De pronto observó que de los ojos del Sabato sentado habían comenzado a caer algunas lágrimas. Con estupor sintió entonces que también por sus mejillas corrían los característicos hilillos fríos de las lágrimas. SALÍAN POR CENTENARES DEL SUBTERRÁNEO, tropezaban, bajaban de los colectivos atestados, entraban en el infierno de Retiro, donde volvían a encimarse en los trenes. Año nuevo, vida nueva, pensaba Marcelo con piadosa ironía, viendo a esos desesperados en busca de una esperanza propiciada con pan dulce y sidra, con sirenas y gritos. Desde su banco miró la hora en la Torre: eran las nueve. Y claro, ahí venía, callada pero exacta. "Para regalo", comentó mostrándole el moñito verde del paquete, sonriendo con el chiste barato: César Vallejo, encuadernado. Un encuadernador alemán de La Lucila. Ya no quedan de ésos. Su pelo casi plateado se destacaba pálidamente en la penumbra. "Ulrike", apenas pudo decirle, mientras tocaba su mano fina al recibir el paquete. Quedaron sentados, como dos náufragos en una pequeña isla en medio de un océano tempestuoso, de una tormenta anónima y ajena. Caminaron hacia el lado del puerto. Había un barco empavesado, con todas sus luces encendidas, listo para hacer sonar su sirena a la medianoche. Creía él en eso de la vida nue ل