Test Drive | Page 330

recordaba haber comido en larguísimo tiempo) sino un viscoso líquido que le quedó chorreando lentamente como una nauseabunda baba espesa. Retrocedió por instinto y se encontró de nuevo más abajo, en el irregular boquete por el que había entrado al sótano, o lo que en un tiempo remoto lo había sido. Las ratas huyeron en todas direcciones y por unos instantes tuvo algo de descanso, que aprovechó para pasarse la manga de su camisa por la boca, limpiándose los restos de la inmundicia. Permaneció paralizado por el pavor y por el asco. Sentía que desde todos los rincones de aquel antro, decenas y quizá centenas de ratas lo vigilaban con sus ojitos milenarios. Un gran desaliento volvió a apoderarse de su ánimo, pues tuvo la sensación de que no le sería posible traspasar aquella muralla de basura viviente. Pero más temible se le aparecía aún la perspectiva de permanecer en ese lugar, donde tarde o temprano sería vencido por el sueño, para derrumbarse en el cieno a merced de las ratas acechantes. Esa perspectiva le dio fuerzas para acometer el ascenso final. Y la convicción de que aquella barrera de inmundicia y de ratas era lo último que lo separaba de la luz. Como loco, apretó su boca y se lanzó hacia la salida, escaló vertiginosamente cúmulos de desperdicios, pisó ratas chillantes, braceó sin descanso para evitar que lo atacaran o que se treparan por su cuerpo como antes y así pudo llegar hasta la puerta de madera podrida, que cedió a sus desesperados puntapiés. UN GRAN SILENCIO REINABA EN LA CIUDAD Sabato caminaba entre las gentes, pero no lo advertían, como si fuera un ser viviente entre fantasmas. Se desesperó y comenzó a gritar. Pero todos proseguían su camino, en silencio, indiferentes, sin mostrar el menor signo de haberlo visto ni oído. Entonces tomó el tren para Santos Lugares. Al llegar a la estación, bajó, caminó hacia la calle Bonifacini, sin que nadie lo mirase ni saludase. Entró en su casa y se produjo una sola señal de su presencia: Lolita mudamente ladró con los pelos erizados. Gladys la hizo callar, irritada: estás loca, pareció gritarle, no ves que no hay nadie. Entró a su estudio. Delante de su mesa de trabajo estaba Sabato sentado, como meditando en algún infortunio, con la cabeza agobiada sobre las dos manos. Caminó hacia él, hasta ponerse delante, y pudo advertir que sus ojos estaban mirando al vacío, absortos y tristísimos. 330