recordaba haber comido en larguísimo tiempo) sino un viscoso líquido que le quedó
chorreando lentamente como una nauseabunda baba espesa.
Retrocedió por instinto y se encontró de nuevo más abajo, en el irregular boquete
por el que había entrado al sótano, o lo que en un tiempo remoto lo había sido. Las
ratas huyeron en todas direcciones y por unos instantes tuvo algo de descanso, que
aprovechó para pasarse la manga de su camisa por la boca, limpiándose los restos
de la inmundicia. Permaneció paralizado por el pavor y por el asco. Sentía que
desde todos los rincones de aquel antro, decenas y quizá centenas de ratas lo
vigilaban con sus ojitos milenarios. Un gran desaliento volvió a apoderarse de su
ánimo, pues tuvo la sensación de que no le sería posible traspasar aquella muralla
de basura viviente. Pero más temible se le aparecía aún la perspectiva de
permanecer en ese lugar, donde tarde o temprano sería vencido por el sueño, para
derrumbarse en el cieno a merced de las ratas acechantes. Esa perspectiva le dio
fuerzas para acometer el ascenso final. Y la convicción de que aquella barrera de
inmundicia y de ratas era lo último que lo separaba de la luz. Como loco, apretó su
boca y se lanzó hacia la salida, escaló vertiginosamente cúmulos de desperdicios,
pisó ratas chillantes, braceó sin descanso para evitar que lo atacaran o que se
treparan por su cuerpo como antes y así pudo llegar hasta la puerta de madera
podrida, que cedió a sus desesperados puntapiés.
UN GRAN SILENCIO REINABA EN LA CIUDAD
Sabato caminaba entre las gentes, pero no lo advertían, como si fuera un ser
viviente entre fantasmas. Se desesperó y comenzó a gritar. Pero todos proseguían
su camino, en silencio, indiferentes, sin mostrar el menor signo de haberlo visto ni
oído.
Entonces tomó el tren para Santos Lugares.
Al llegar a la estación, bajó, caminó hacia la calle Bonifacini, sin que nadie lo mirase
ni saludase. Entró en su casa y se produjo una sola señal de su presencia: Lolita
mudamente ladró con los pelos erizados. Gladys la hizo callar, irritada: estás loca,
pareció gritarle, no ves que no hay nadie. Entró a su estudio. Delante de su mesa
de trabajo estaba Sabato sentado, como meditando en algún infortunio, con la
cabeza agobiada sobre las dos manos.
Caminó hacia él, hasta ponerse delante, y pudo advertir que sus ojos estaban
mirando al vacío, absortos y tristísimos.
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