después de errar muchísimo tiempo por horrendos parajes, y sospecha, con
creciente angustia, que la patria a la que vuelve puede haber sido devastada en su
ausencia por alguna sombría calamidad, por invisibles y crueles demonios.
Se agitaba mucho en la difícil subida, aunque la agitación podía provenir también
de esa sospecha que le apretaba el corazón. Se detenía pero no se sentaba; no sólo
porque el sendero era barroso sino por el temor que le infundían las gigantescas
ratas que sentía pasar entre sus piernas y que por momentos alcanzaba a entrever
en aquella penumbra: asquerosas, de ojitos malignos, rechinantes y feroces.
Cuando sintió que se acercaba al final, su certeza de la calamidad que lo esperaba
fue confirmándose, pues, en lugar de percibirse cada vez más el característico
rumor de Buenos Aires, parecía como que se acentuase el silencio. Por fin sus ojos
vislumbraron lo que parecía ser la entrada al sótano de una casa. Lo era. A través
de un boquete que se abría en una pared de ladrillos semipodridos por la humedad
y el tiempo, entró en aquel sótano donde al comienzo sólo alcanzó a entrever
montones de objetos indefinidos, mezclados con la gredosa tierra que las lluvias
habían ido depositando, junto a cascotes, maderas corrompidas y yuyos que se
elevaban buscando anhelosamente la luz de las rendijas superiores.
Se introdujo por entre aquellos e