Hasta ese momento no había tenido fuerzas para mirar hacia la mampara del jardín
de invierno. Todo en apariencia se repetía: la noche de verano, el calor, la luna
entre parecidos nubarrones de tormenta. Pero se interponían el infortunio y las
tempestades, el ostracismo y la desilusión, el mar y los combates, el amor y las
arenas del desierto. Qué era, pues, lo que este retorno tenía realmente de retorno?
Vaya a saber si por su estado de ánimo, por el enigma que siempre había rodeado
a María de la Soledad, por algo que de verdad existía, la luz lunar tenía una aciaga
y tortuosa consistencia. Comenzó a parecerle que no estaba en el parque de una
vieja pero conocida casa de Belgrano sino en el territorio de un planeta
abandonado, emigrados los hombres hacia otras regiones del universo, huyendo de
una maldición. Huyendo de un planeta en el que no había ni habría nunca más
jornadas de sol, para siempre librado a la lívida luz de la luna. Pero de una luna que
en virtud de su permanencia definitiva adquiría un poder sobrenatural, a la vez
dotado de infinita melancolía y de violenta, sádica pero funeraria sexualidad.
Comprendió que ya era hora.
Se incorporó y caminó hacia la mampara de vidrios rotos, derruida por el tiempo y
la incuria. Abrió con esfuerzo la puerta oxidada y empezó la marcha hacia los
subsuelos, rehaciendo con su linterna el camino de otro tiempo.
Sabía que al término de aquel laberinto algo estaba esperándolo.
Pero no sabía qué.
EL ASCENSO
fue infinitamente más dificultoso que el descenso, porque el sendero era
resbaladizo y de pronto sentía pavor de deslizarse hacia aquel abismo cenagoso
que adivinaba. Apenas podía mantenerse en pie, se dejaba conducir por el instinto
y a favor de la escasa luminosidad que se filtraba desde alguna grieta en las
alturas. Así fue ascendiendo poco a poco, con cautela pero con esperanza,
esperanza que aumentaba a medida que la luminosidad era mayor. Sin embargo,
pensó (y ese pensamiento lo angustiaba), la luz no era la que puede provenir de
una jornada de sol sino más de un cielo iluminado por uno de esos soles de
medianoche que alumbran glacialmente las regiones polares; y aunque esta idea no
tenía fundamento razonable, se fue afirmando en su mente hasta el punto de
convertirse en lo que podría llamarse una esperanza descorazonadora: la misma
clase de sentimiento que puede formarse en el ánimo de quien vuelve a su patria
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