Parecía no hablarle a su hermano sino a ella misma, en voz baja pero rencorosa.
Después agregó:
—No, no es eso. No es que todo esté permitido. Estamos obligados a hacer todo, a
destruir todo, a ensuciar todo.
Su hermano la miraba asombrado. Pero ella estaba concentrada en su propio
pensamiento y seguía con el puño crispado contra la pared. Hasta que de pronto
comenzó a gritar, o más bien a aullar, mientras golpeaba la pared con todas sus
fuerzas.
Cuando se calmó, fue hasta su cama, se sentó en el borde y encendió un cigarrillo.
—Bastante me costó aprender esto —dijo.
Nacho se le acercó y cuando estuvo frente a ella exclamó:
—Pero yo nunca lo aceptaré!
—Peor para vos, imbécil! Y eso es lo que más me da rabia.
Y gritándole tarado se le vino encima para golpearlo con los puños, con los pies,
hasta derribarlo.
Luego volvió al borde de la cama y se puso a llorar. Pero no era un llanto apacible
sino seco, salvaje y rabioso.
Cuando se calmó, se quedó mirando el techo. Su cara parecía arrasada por los
vándalos: incendios, violaciones, saqueos. Luego buscó un cigarrillo, que encendió
con mano temblorosa.
—Veo que has puesto la foto del señor Pérez Nassif entre la de Sabato y la de
Camus. Creía que la idea tuya era la de poner sólo las fotos de esos asquerosos que
hablan del absoluto. Se trataba, si no recuerdo mal uno de esos pactos, de los
grandes chanchos. No de simples gusanos.
Durante un tiempo que a Nacho le pareció eterno, sólo se oyó el tictac del
despertador. Luego, las campanas de una iglesia.
—Pérez Nassif —murmuró Agustina, cavilando—. Habría que pensarlo.
AL LLEGAR A SU CASA
Lolita gruñó, como ya venía haciendo en los últimos tiempos, pero en esta ocasión
casi lo muerde y se vio obligado a amenazarla con un palo, aunque en realidad su
deseo era romperle el lomo si insistía.
Los perros tienen un instinto certero, pensó. Cuándo se había visto que un perro
procediera así con una persona de la familia? Ya había tratado de establecer cuándo
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