hongos o gorgojos en una tierra que más abajo oculta cavernas con dragones ha
heredado el alma de otros cuerpos moribundos, de hombres o peces, de pájaros o
reptiles. De manera que su edad puede ser de cientos o de miles de años. Y
también porque, como decía Sabato, aun sin transmigraciones, el alma envejece
mientras el cuerpo descansa, por su visita a los antros infernales en la noche.
Motivo por el cual se suelen observar hasta en niños miradas y sentimientos o
pasiones que sólo pueden explicarse mediante esa turbia herencia de murciélago o
de rata, o por esos descensos nocturnos al infierno, descensos que calcinan y
agrietan el alma, mientras el cuerpo que duerme se mantiene joven y engaña a
esos doctores que consultan sus manómetros, en lugar de escrutar sutiles signos
en sus movimientos o en el brillo de sus ojos. Porque esa calcinación, ese
encallamiento es posible detectarlo en cierto temblor al caminar, en alguna torpeza,
en peculiares pliegues de la frente; pero también, o sobre todo, en la mirada, ya
que el mundo que observa no es más el del chico inocente sino el de un monstruo
que ha presenciado el horror. De modo que esos hombres de ciencia deberían más
bien acercarse a la cara, analizar con extremo cuidado y hasta con malicia las
pequeñísimas
marcas
que
van
esbozándose.
Y
especialmente
tratando
de
sorprender algún fugacísimo brillo en los ojos, porque, de todos los intersticios que
permiten espiar lo que sucede allá abajo, los ojos son los más importantes; recurso
supremo que resulta imposible con los Ciegos, que de esa manera preservan sus
tenebrosos secretos. Desde su rincón, le era imposible estudiar esos indicios en la
cara. Pero le quedaban los otros, le bastaba seguir los lentos y apenas esbozados
movimientos de sus largas piernas al reacomodarse, de su mano al llevar el
cigarrillo a la boca, para saber que aquella mujer tenía infinitamente más edad que
los veintitantos de su cuerpo: experiencia proveniente de alguna serpientegato
prehistórica. Un animal que pérfidamente aparentaba indolencia, pero que tenía la
sigilosa sexualidad de la víbora, lista para el salto traicionero y mortal.
Porque a medida que pasaba el tiempo y el examen se hacía más minucioso, sentía
que ella estaba en acecho, con esa virtud que tienen los felinos para controlar, aun
en la oscuridad, los más insignificantes movimientos de la presa, para percibir
rumores que para otros animales pasan inadvertidos, para calcular el más ligero
amago del adversario. Sus manos eran largas, como sus brazos y piernas. Tenía un
pelo muy renegrido y lacio, que le llegaba hasta los hombros, que se desplazaba a
cada movimiento que hacía con mórbida amortiguación. Fumaba con chupadas
lentísimas pero muy hondas. Había algo en su cara que producía desazón, hasta
que pudo entender que era causado por la excesiva separación de sus ojos:
grandes y rasgados, pero casi defectuosamente separados, lo que le confería una
especie de inhumana belleza. Sí, era evidente que ella también los escrutaba, a
través de sus párpados semicerrados, como somnolientos, en lentas y disimuladas
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