Sin embargo, ese cielo estrellado parecía ajeno a cualquier interpretación
catastrófica: emanaba serenidad, armoniosa e inaudible música. El topos uranos, el
hermoso refugio. Detrás de los hombres que nacían y morían, muchas veces en la
hoguera o en la tortura, de los imperios que arrogantemente se levantaban e
inevitablemente se derrumbaban, aquel cielo parecía constituir la imagen menos
imperfecta del otro universo: el incorruptible y eterno, la suma perfección que sólo
era dable escalar con los transparentes pero rígidos teoremas.
También él había intentado ese ascenso. Cada vez que había sentido el dolor,
porque esa torre era invulnerable; cada vez que la basura ya era insoportable,
porque esa torre era límpida; cada vez que la fugacidad del tiempo lo atormentaba,
porque en aquel recinto reinaba la eternidad.
Encerrarse en la torre.
Pero el remoto rumor de los hombres había terminado siempre por alcanzarlo, se
colaba por los intersticios y subía desde su propio interior. Porque el mundo no sólo
estaba fuera sino en lo más recóndito de su corazón, en sus vísceras e intestinos,
en sus excrementos. Y tarde o temprano aquel universo incorruptible concluía
pareciéndole un triste simulacro, porque el mundo que para nosotros cuenta es éste
de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único
que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta
espera de la muerte; el único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de
la mano que amamos, una mirada destinada a la podredumbre pero nuestra:
caliente y cercana, carnal.
Sí, tal vez existiera ese universo invulnerable a los destructivos poderes del tiempo;
pero era un helado museo de formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas
regidas y quizá concebidas por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos
al espíritu puro, porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región
desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en
que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la
esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (cómo podría no
sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del
espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo
diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y de
éxtasis crea su poesía, que surge de ese confuso territorio y como consecuencia de
esa misma confusión: un Dios no escribe novelas.
A LA MAÑANA QUIERE ESCRIBIR
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