Test Drive | Page 287

pero la máquina sufre una serie de desperfectos: no anda el margen, se atranca, el carrete de la cinta no vuelve automáticamente, hay que rebobinar a mano y finalmente se rompe algo del carro. Desesperado, resuelve ir al centro a distraerse y camina por el barrio sur. En la calle Alsina, entre Defensa y Bolívar, decide comprar una carpeta de anillos, para escribir a mano. Algo nuevo, algo simbólico, que le permita escribir en un café, a pesar de las dificultades con su letra, del cansancio que le produce lograr algo inteligible. Es probable que así rompa el maleficio. Un empleado cansado y desagradable lo atiende y se fastidia de modo casi evidente porque busca una carpeta así y así. Lo manda al diablo y sale con creciente mal humor. Decide ir hasta la Librería del Colegio, en la esquina de Bolívar y Alsina. Su ánimo se levanta al pensar que en esa gran papelería podrá encontrar lo que busca. Pero entonces ve, a través de la rejilla de una vieja casa, una enorme rata que desde la oscuridad del sótano lo observa fijamente, con sus ojitos rojizos y malignos: le trae el recuerdo de la entrevista con el joven del Busto y los murciélagos del fortín almenado de don Francisco Ramos Mejía, en Tapiales: ratas aladas, inmundas y milenarias. Trata de alejar esos recuerdos y se dirige a la librería con energía. Con energía? Bien, hasta cierto punto. Digamos, para ser exactos y objetivos, que lo hace con cierta energía. Con el temor que siempre le producen los vendedores, va hacia un muchacho alto y flaco, de pelo largo. Aunque advierte que lo reconoce, trata de mantener un aire neutro e intenta superar la timidez que ese reconocimiento invariablemente le produce. Piensa que las cosas se complican, le da vergüenza explicar lo que necesita (algo lleno de requisitos, de tal tamaño, de color negro afuera y colorado adentro, etc.), pero superando las resistencias a medias le dice que necesita, aunque reservándose los detalles por falta de coraje: —Una carpeta de anillos —dice, con torpeza. El empleado le muestra algunas que están lejos de ser lo que busca: no quiere ni una carpeta demasiado grande, que le resulta antipática, que lo intimida con sus enormes y desagradables páginas, tipo sábana; ni, por supuesto, una demasiado pequeña, en la que no podría escribir con holgura, en la que se sentiría como dentro de un chaleco de fuerza. Claro que no le da estos detalles, limitándose a decir que "querría otra cosa". El empleado comienza a mostrarle otras carpetas, pero por desdicha cada vez más alejadas del modelo ideal que tiene en su mente. Mi maldita costumbre de entrar sin haber localizado antes con absoluta precisión lo que quiero, piensa. Después se ve obligado a llevar las más desagradables o inútiles invenciones. Con amargura, 287