SE DESPRECIABA POR ESTAR EN ESA QUINTA,
por tener, en alguna forma y medida, algo en común con ellos. Todavía lo estaba
viendo al Coco, no hacía demasiado tiempo, hablando de los "negritos" y poniendo
aquel gesto irónico de menosprecio cuando él les decía que esos negritos habían
dejado sus huesos a lo largo y a lo ancho de la América Latina, luchando en
aquellos pequeños ejércitos de liberación, que iban a miles de leguas a combatir, en
territorios desolados, por objetivos tan ideales como la libertad y la dignidad. Y
ahora convertido en furioso peronista de salón. Qué tenía que hacer cerca de ellos?
Sí, claro, estaba allí con otros fines. Pero de cualquier manera estaba allí porque los
conocía, porque en cierta medida había tenido siempre contacto con ellos. Pero, en
fin, quién podía jactarse de ser superior a los demás. Alguien había dicho que en
cada criatura está el germen de la humanidad entera; todos los dioses y demonios
que los pueblos imaginaron, temieron y adoraron se hallan en cada uno de
nosotros, y, si quedara un solo niño en una catástrofe planetaria, ese niño volvería
a procrear la misma raza de divinidades luminosas y perversas.
Caminaba hacia la estación en el silencio de la noche y luego se recostó sobre el
pasto, en la cercanía de grandes y solemnes eucaliptos, mirando hacia un cielo de
tinta azulnegra. Las novae de su época del observatorio le volvieron a la mente,
esas inexplicables explosiones siderales. Tenía su idea, la idea de un astrofísico
enloquecido por las herejías:
Hay millones de planetas en millones de galaxias, y muchos repetían sus amebas y
megaterios, sus hombres de Neanderthal, y luego sus Galileos. Un día encontraban
el radium, otro lograban partir el átomo de uranium y no podían controlar la fisión o
no resultaban capaces de impedir la lucha atómica, hasta que el planeta estalla en
un infierno cósmico: la Nova, la nueva estrella. A lo largo de los siglos, esas
explosiones van señalando el final de sucesivas civilizaciones de plásticos y
computadoras. Y en el apacible cielo estrellado de esa misma noche le estaba
llegando el mensaje de alguno de esos colosales cataclismos, producido allá cuando
en la Tierra aún pastaban los dinosaurios en las praderas mesozoicas. Recordó la
patética imagen de Molinelli, intermediario risible entre los hombres y las deidades
que presiden el Apocalipsis. Aquellas palabras de 1938, mientras le apuntaba con
su lapicito mordido: Uranio y Plutón eran los mensajeros de los Nuevos Tiempos,
actuarían como volcanes en erupción, señalarían el límite entre las dos Eras.
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