Test Drive | Page 285

SE DESPRECIABA POR ESTAR EN ESA QUINTA, por tener, en alguna forma y medida, algo en común con ellos. Todavía lo estaba viendo al Coco, no hacía demasiado tiempo, hablando de los "negritos" y poniendo aquel gesto irónico de menosprecio cuando él les decía que esos negritos habían dejado sus huesos a lo largo y a lo ancho de la América Latina, luchando en aquellos pequeños ejércitos de liberación, que iban a miles de leguas a combatir, en territorios desolados, por objetivos tan ideales como la libertad y la dignidad. Y ahora convertido en furioso peronista de salón. Qué tenía que hacer cerca de ellos? Sí, claro, estaba allí con otros fines. Pero de cualquier manera estaba allí porque los conocía, porque en cierta medida había tenido siempre contacto con ellos. Pero, en fin, quién podía jactarse de ser superior a los demás. Alguien había dicho que en cada criatura está el germen de la humanidad entera; todos los dioses y demonios que los pueblos imaginaron, temieron y adoraron se hallan en cada uno de nosotros, y, si quedara un solo niño en una catástrofe planetaria, ese niño volvería a procrear la misma raza de divinidades luminosas y perversas. Caminaba hacia la estación en el silencio de la noche y luego se recostó sobre el pasto, en la cercanía de grandes y solemnes eucaliptos, mirando hacia un cielo de tinta azulnegra. Las novae de su época del observatorio le volvieron a la mente, esas inexplicables explosiones siderales. Tenía su idea, la idea de un astrofísico enloquecido por las herejías: Hay millones de planetas en millones de galaxias, y muchos repetían sus amebas y megaterios, sus hombres de Neanderthal, y luego sus Galileos. Un día encontraban el radium, otro lograban partir el átomo de uranium y no podían controlar la fisión o no resultaban capaces de impedir la lucha atómica, hasta que el planeta estalla en un infierno cósmico: la Nova, la nueva estrella. A lo largo de los siglos, esas explosiones van señalando el final de sucesivas civilizaciones de plásticos y computadoras. Y en el apacible cielo estrellado de esa misma noche le estaba llegando el mensaje de alguno de esos colosales cataclismos, producido allá cuando en la Tierra aún pastaban los dinosaurios en las praderas mesozoicas. Recordó la patética imagen de Molinelli, intermediario risible entre los hombres y las deidades que presiden el Apocalipsis. Aquellas palabras de 1938, mientras le apuntaba con su lapicito mordido: Uranio y Plutón eran los mensajeros de los Nuevos Tiempos, actuarían como volcanes en erupción, señalarían el límite entre las dos Eras. 285