—Pobres mujeres! —exclamó el profesor, apartándose de toda consideración
personal.
Se rió, pero era evidente que sentía una auténtica repugnancia.
—Qué multiplicación de castigos idiomáticos! Desde el sánscrito, caramba. Rectus,
regula, corrigere, recht, right, ortodoxia. Ji, ji, ji!
Se entreabrió la puerta y volvió a aparecer la bandeja con más café.
Estaba mareado. Tomó el café lo más pronto posible, adujo que estaba en retardo y
se escapó. Schnitzler lo despidió en el ascensor.
Sus ojitos de ratón volteriano indicaban un enorme regocijo.
Por qué? Por qué? se preguntó ya en la calle.
Subió al piso de la Beba.
—Dame un whisky —dijo, apenas entró.
La Beba lo miró con ojos inquisitoriales.
—Qué te pasa.
—Nada. Sólo tengo ganas de tomar un whisky. Estoy cansado, muy cansado.
—Creí que era Quique.
—Por qué?
—Tiene que venir.
Sabato se levantó para irse .
—No seas ridículo. Recostate en el sofá, ahí atrás, si estás tan cansado. Nadie te va
a molestar. Viene con el profesor Gandulfo. Y precisamente necesitaría tu opinión.
—Gandulfo?
—Un tipo que descubrió Quique.
—Eso es demasiado, termino el whisky y me voy.
—Te digo que te podés tirar aquí atrás. No tenés por qué hablar con Quique. Me
interesa mucho que me des tu opinión.
Sabato se resignó.
—Lo que quiero saber es si alguna vez oíste hablar de un tal Schnitzler.
—Fuera de leer algunos de sus cuentos, no. Nunca me lo presentaron.
—No estoy para chistes, Beba. No hablo de ése. Hablo de un alemán que vive en
Buenos Aires, aquí no más.
No, Beba no tenía la menor idea. Y Schneider, nunca lo había mencionado? Vamos,
hombre, hacía años que no veía a ese embrollón internacional. Sabato la miró con
cansada ironía: "embrollón internacional". Qué, qué pasaba? Nada, nada. Y el Nene
Costa?
—Qué.
Qué hacía, dónde andaba.
—Qué sé yo. En su quinta de Maschwitz, desde que pudo volver.
Desde que pudo volver?
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