—Usted lo ha dicho, doctor —repetía alegremente—, no lo olvide!
De pie, con el índice señalándose su cabeza de pájaro, como un histriónico profesor
de idiomas que va señalando cada parte de su cuerpo mientras dice la
correspondiente palabra: La cabeza, eh.
Una civilización racionalista y masculina.
La mano derecha
El orden abstracto, las normas
El derecho (significativa palabra, mi querido doctor Sabato!)
La objetividad
Etcétera, etcétera, etcétera.
En su entusiasmo parecía haber olvidado el café. Entusiasmo? Olvido? Tomó un
poco de café frío y con un tratado alemán en la mano enumeró lo que había sido
reprimido por esta civilización masculina: lo vital, lo inconciente, lo ilógico, lo
paralógico, lo perilógico, lo subjetivo.
Tomó entonces otro traguito de café y por encima de la taza brillaban sus ojitos de
ratón nervioso y al parecer regocijado, observándolo.
Sabato reflexionaba a marchas forzadas. Por qué se alarmaba? No estaba
repitiendo lo mismo que él había escrito en dos libros? Parecía una broma filosófica,
y no obstante su temor aumentaba.
El hermano risueño de Hesse, quizá más siniestro por su risita aguda, lo había
tomado ahora del saco con gesto de sastre y le preguntaba como a un alumno en el
examen: cuál es el lado derecho de un género? El que vale, no? El otro es el que
debe ocultarse.
Con manifiesta satisfacción enumeró calamidades: lo siniestro tiene que ver con la
desgracia, con la perversidad, con lo funesto e injusto. Todo femenino. Se jura con
la mano derecha, se hacen cuernos con la izquierda.
—Cuernos? —preguntó Sabato, para ganar tiempo.
—Por supuesto, por supuesto. En cuanto al cristianismo, es una religión solar y
masculina que ve en la izquierda algo demoníaco.
Concluyó que ese hombrecillo quería salvarlo o era un agente de la Secta que
buscaba la forma de impedir que siguiera investigando.
Inesperadamente, aun para él, se encontró preguntando si la persona del café era
su señora. Y apenas hecha la pregunta, se asustó del paso que acababa de dar.
Pero ya era tarde. Creyó notar un casi imperceptible endurecimiento en la
expresión de aquel hombre, pero en un segundo recobró su sonrisa estereotipada:
—Sí, sí, eso es —respondió como si se tratara de un secreto algo cómico, derivando
la voz hacia su risita—. Pero es muy tímida.
Miente, pensó Sabato.
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