alguna fuerza respetable (una disposición del gobierno alemán, digamos) a prestar
uno de aquellos libros, experimentaría el mismo tipo de sufrimientos de una madre
sobreprotectora cuyo hijo debe ir a la guerra del Vietnam.
Con disimulo levantaba un censo del estudio mientras le mostraba no sabía qué
cita. Entonces se entreabrió una puerta y a través de la estricta e indispensable
abertura apareció una bandeja con dos pocillos de café sostenida por las manos
gastadas de una mujer invisible. Bandeja que sin comentarios fue recogida por el
Dr. Schnitzler.
Adonde había visto aquel rostro de pájaro con ojos de ratón.
Lo encontraba conocido, eh? Sonriendo mefistofélicamente, le indicó un retrato de
Hesse en la biblioteca, dedicado.
Claro, claro: la misma cara de criminal ascético retenido al borde del asesinato por
la filosofía, la literatura y probablemente cierta invencible, aunque secreta,
respetabilidad profesoral.
Cómo no lo había advertido antes? Seguramente porque el sosías sonreía siempre:
el hermano pintoresco del asesino sombrío.
—Nos escribíamos.
Qué lástima, qué lástima que no se consiguiera por ahí HETERODOXIA. Pero él
había fotocopiado en la biblioteca lo que necesitaba. Mientras Sabato le explicaba
que había accedido por fin a la reedición, le preguntó, preventivamente, cómo era
posible que le hubiese interesado hasta ese punto. Con unos saltitos abrió un
archivo muy pulcro y extrajo una carpeta desinfectada:
—Vea, vea. Siempre me interesó su posición, doctor.
Alemania, pensó con admiración. Si un alemán descubre que uno ha sido doctor,
aunque más no sea en alguna encarnación anterior, ya nada podrá obligarlo
(excepto el gobierno, claro) a silenciar ese título. Irónicamente, intentó recordarle
que eso pertenecía a su protohistoria, a su período de batracio, pero el otro negaba
con rápidos movimientos negativos de su dedo índice, como un metrónomo que
está marcando un allegro vivace. Para Schnitzler, era como si tratara de sugerir la
inexistencia de una mano porque está enguantada. Era inútil. Lo sabía por larga
experiencia.
Sí, como le decía, siempre le había interesado su evolución.
—Muy curiosa, doctor, muy curiosa!
Y lo estudiaba con la astuta sonrisa de un pájaro que perteneciera a una masonería,
se decía Sabato. Su expresión significaba "a mí no se me engaña", mientras Sabato
se preguntaba, con creciente alarma, a qué engaño se estaba queriendo referir.
Pero mucho más curioso le resultó al leer HÉROES Y TUMBAS. Esperaba su
comentario: Para qué? Por qué?
251