—Nunca se te ocurrió que la aparición de la estatua en la vereda, aquella mañana,
era muy difícil de explicar? Por qué dejar una estatua enorme, de yeso, una mujer
de tamaño natural, en mi vereda? De dónde salía? Era el trabajo de un escultor, no
el de un fabricante de copias para jardines: el trabajo de un escultor actual. Quién
podría tener semejante objeto en Santos Lugares, un barrio obrero, de gente que a
lo más puede adornar sus casas con estatuitas de bazar? Además, por qué
abandonarla en la vereda nuestra. Y de noche. No se le ocurría nada?
Se quedó pensativa, porque siempre combatió mis ideas delirantes.
—Recordá. Durante años quise tener una estatua en mi jardín, alguna de esas
copias de estatuas griegas o romanas que había en los parques. Recordá que
busqué por todas las formas conseguirme una de las que estaban en el Parque
Lezama, o en la casa de la novela: la casa de Liniers e H. Yrigoyen. Muchos
conocidos nuestros lo sabían. Varios me aseguraron que tratarían de conseguirme
una. Hasta Prebisch, cuando fue intendente.
—Sí.
—Otra cosa. Qué pensamos cuando vimos la estatua en la vereda?
—Que era una broma. Una broma amistosa de alguno de ellos. Nos dejaba la
estatua durante la noche para darnos una sorpresa al día siguiente.
—Exacto. Pero no advertiste un detalle.
—Cuál?
—Ese amigo nunca se dio a conocer. Por qué mantenerse en el anonimato? Era
acaso algo deshonroso? Si la habían dejado para darme un placer, por qué ese
silencio? Por el contrario, pasaron meses y paulatinamente todo fue haciéndose
más nefasto, las cosas iban de mal en peor, y la estatua parecía cada día más
siniestra en aquel rincón. Varias veces don Díaz me preguntó por qué tenía eso en
el jardín.
—Sí.
—Razonemos ahora a la inversa. Supongamos que alguien quiso hacerme daño con
un objeto que fuese introducido en la casa. Alguien que conocía mi deseo de tener
una estatua. Muy sencillo: abandona esa noche la estatua en la vereda, el portador
del maleficio sabe que yo me levanto muy temprano y salgo al jardín, imagina que
la veo en la vereda y rápidamente la entro, etc. No puede ser así?
Me miró en silencio. Le exigí una respuesta.
—Sí, claro —admitió.
Pasé el resto de la noche muy nervioso, y aquel rostro de mirada abstracta, como
de Ciega, que tenía la figura de mujer, parecía estar delante de mí, de modo
patente, con su expresión maligna.
Apenas clareó me levanté y corrí al jardín. Ahí estaba, mirándome con todo su
rostro ominoso, entre las plantas. Primero pensé en sacarla yo mismo, pero era
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