—Si no escribís, esa gente me enloquecerá. Volverán. Lo sé.
Entonces me encerraba en mi cuarto, me ponía delante de la mesa, a veces sacaba
los papeles, centenares de páginas, contradictorias y absurdas. Con verdadero
esfuerzo físico las colocaba delante de mí y me quedaba observándolas, a veces
durante horas, inánime. Cuando por cualquier motivo (por cualquier pretexto) M. se
asomaba, yo hojeaba el montón o hacía que corregía algo con la birome. Luego, en
el momento en que salía del cuarto, seguía sintiendo sus ojos puestos en mí.
Cabizbajo, me iba al jardín, pero no lograba engañarla.
Esto sucedía sobre todo antes de conocer a esa gente. Después, como le expliqué,
abrigué algunas esperanzas (qué verbo significativo!). Y soplando, protegiendo la
llamita del viento, trataba de que por fin el fuego creciera y se propagara.
La sesión en el sótano me impresionó, particularmente cuando la chica rubia tocó la
pieza de Schumann. Pero al otro día cavilé sobre la desproporción entre esas
excelentes personas y la magnitud de la potencia en juego. Y empecé a
desvalorizar lo que había sucedido en el sótano: esa pieza la tocan muchos alumnos
en cierto grado de su aprendizaje. No era posible que ella la conociese y la tocase
presionada por mi propia y telepática ansiedad?
No había que exagerar, no significaba gran cosa. No porque yo creyese que fueran
fraudulentos: eran auténticos, buena gente.
Me preguntaba, sin embargo, si eran absolutamente ineficaces. Advertía muchos
beneficios en mi espíritu, como quien ha estado gravemente enfermo y empieza a
tener ganas de comer alguna cosita, de dar unos pasos.
Es que se trata de una lucha incesante y sin cuartel, con avances y retrocesos. Hay
que mantener un combate permanente, no dejarse estar ni un segundo, no confiar
en la toma de una colina cualquiera o una retirada del enemigo que simplemente
puede ser una treta.
Esta lucha la vengo librando durante años, con escaramuzas tan extrañas como la
de la estatua.
Los chicos del barrio la contemplaban con miedo (lo advertí después, desde luego),
allí, entre las ramas, casi oculta, debajo de la palmera del fondo. Sí, desde que noté
que los chicos del barrio y sobre todo don Díaz la miraban con aprensión, comencé
a comprender que tenía algo de siniestra.
Un día se lo comenté a Mario.
—Pero papá —me respondió, como se habla a un irresponsable—, no sabes que
ningún actor trabaja en un escenario donde haya una estatua de yeso?
—Por qué?
—Qué sé yo. Pero lo sabe todo el mundo.
Esa noche no pude dormir, hasta que de pronto todo se me iluminó. Cómo no lo
había sospechado antes? A la mañana se lo dije a M.
247