Test Drive | Page 246

subterráneo y en la misma persecución (pero de quién a quién?) y tuve el pálpito de lo que iba a suceder: el ciego no pasó delante de Schneider como de una persona cualquiera; su olfato, su oído, acaso algún signo secreto sólo entre ellos conocido, lo hizo detener para venderle ballenitas. Schneider se las compró, pero con otro estremecimiento recordé los desaliñados cuellos que invariablemente llevaba. Después, el ciego siguió su marcha. Y cuando el tren se detuvo, Schneider bajó, y yo detrás de él. Pero su rastro se me perdió en la multitud. S. se calló y quedó como cavilando durante tanto tiempo que pareció haberse olvidado de Bruno. Este no sabía qué hacer, hasta que por fin le preguntó si no creía preferible salir o por lo menos buscar otro café menos ruidoso. Cómo, cómo? Pareció no haber oído o entendido bien. —Le estaba diciendo que aquí hay demasiado ruido. —Ah, sí. Hay un ruido espantoso. Cada día me es más difícil soportar el ruido de Buenos Aires. Se levantó, explicó que iba a telefonear. Bruno observó que mientras se dirigía hacia el teléfono miraba a los costados. Cuando volvió, le dijo: —Ya le expliqué que las cosas empezaron a complicarse desde que publiqué HÉROES Y TUMBAS. Se lo conté? Sí, se lo había contado. —Pero cuando esa pobre gente se me acercó, aquella sesión en el sótano, recuerda?, pareció que se abría un camino... Pero claro, fuerzas de esta naturaleza no son fácilmente derrotables. Y creo haberle dicho que ellos ya me lo habían advertido: la lucha se definiría en mi favor siempre que yo estuviera dispuesto a vencerlas para siempre. Prometí eso en el momento en que casi me desmayo. Le referí el optimismo que se me despertó al otro día. Ahora comprendo que era prematuro e indicativo del candor que uno puede llegar a tener con la desesperación, hasta el punto de llegar a creer en gente así: aborígenes armados de palos para defenderse de un bombardeo atómico. Pero sea por lo que sea, me despertaron deseos de combatir y esperanzas. M. me confiesa ahora —antes no tuvo el valor de hacerlo— que veía en un sueño un patio en miniatura, debajo de ella, en que se movían, como en el patio de una prisión liliputiense, frenéticos pero impotentes enanitos que gesticulaban y parecían gritar, aunque sus gritos eran inaudibles como en una película muda: miraban hacia arriba, nerviosísimos, quizá enfurecidos, como exigiendo ayuda. Me dijo: son los personajes de tu novela; si no los liberás, terminarán por volverme loca. La miré sin decirle nada, —Por el amor de Dios —imploró. Su mirada me impresionó: una mirada de terror y desolación. 246