subterráneo y en la misma persecución (pero de quién a quién?) y tuve el pálpito
de lo que iba a suceder: el ciego no pasó delante de Schneider como de una
persona cualquiera; su olfato, su oído, acaso algún signo secreto sólo entre ellos
conocido, lo hizo detener para venderle ballenitas. Schneider se las compró, pero
con otro estremecimiento recordé los desaliñados cuellos que invariablemente
llevaba. Después, el ciego siguió su marcha. Y cuando el tren se detuvo, Schneider
bajó, y yo detrás de él. Pero su rastro se me perdió en la multitud.
S. se calló y quedó como cavilando durante tanto tiempo que pareció haberse
olvidado de Bruno. Este no sabía qué hacer, hasta que por fin le preguntó si no
creía preferible salir o por lo menos buscar otro café menos ruidoso.
Cómo, cómo?
Pareció no haber oído o entendido bien.
—Le estaba diciendo que aquí hay demasiado ruido.
—Ah, sí. Hay un ruido espantoso. Cada día me es más difícil soportar el ruido de
Buenos Aires.
Se levantó, explicó que iba a telefonear. Bruno observó que mientras se dirigía
hacia el teléfono miraba a los costados. Cuando volvió, le dijo:
—Ya le expliqué que las cosas empezaron a complicarse desde que publiqué
HÉROES Y TUMBAS. Se lo conté?
Sí, se lo había contado.
—Pero cuando esa pobre gente se me acercó, aquella sesión en el sótano,
recuerda?, pareció que se abría un camino... Pero claro, fuerzas de esta naturaleza
no son fácilmente derrotables. Y creo haberle dicho que ellos ya me lo habían
advertido: la lucha se definiría en mi favor siempre que yo estuviera dispuesto a
vencerlas para siempre. Prometí eso en el momento en que casi me desmayo. Le
referí el optimismo que se me despertó al otro día. Ahora comprendo que era
prematuro e indicativo del candor que uno puede llegar a tener con la
desesperación, hasta el punto de llegar a creer en gente así: aborígenes armados
de palos para defenderse de un bombardeo atómico. Pero sea por lo que sea, me
despertaron deseos de combatir y esperanzas. M. me confiesa ahora —antes no
tuvo el valor de hacerlo— que veía en un sueño un patio en miniatura, debajo de
ella, en que se movían, como en el patio de una prisión liliputiense, frenéticos pero
impotentes enanitos que gesticulaban y parecían gritar, aunque sus gritos eran
inaudibles como en una película muda: miraban hacia arriba, nerviosísimos, quizá
enfurecidos, como exigiendo ayuda. Me dijo: son los personajes de tu novela; si no
los liberás, terminarán por volverme loca.
La miré sin decirle nada,
—Por el amor de Dios —imploró.
Su mirada me impresionó: una mirada de terror y desolación.
246