Y ella sufría por esa misión. Poder del tipo? O algún género de dependencia o
servidumbre que se veía obligada a aceptar. Eso, eso es: servidumbre. Ésa es la
palabra. Con el agravante de que en este caso el sirviente es superior al amo. No lo
digo por su rango social, claro... A pesar de su decadencia física y moral... Uno la
veía de pronto... —sus palabras se iban perdiendo, como si volviera a hablar para sí
mismo, mientras Bruno se decía que también él había tenido esa impresión, porque
no sólo estaba corporalmente gastada, de modo que sus antiguos esplendores
apenas se adivinaban a través de la maleza, del abandono y la depredación (como
las antiguas bellezas de un parque señorial a través de las verjas derruidas y de los
escombros) sino también corrompida espiritualmente, por el tiempo y horribles
vicisitudes de la carne, por la desilusión y la amargura, per o, sobre todo, por la
servidumbre hacia aquel abyecto personaje; y así, era cierto, en instantes, sólo en
fugaces y tristísimos instantes, podía adivinarse su antiguo espíritu entre los
escombros morales.
S. había pedido otra cerveza.
—No sé qué me pasa. Ando muy deshidratado.
Miraba la cerveza, pensativo.
—En aquella época de la aparición de HÉROES Y TUMBAS ya le conté que se me
había cruzado y empecé a seguir sus movimientos. Hasta que un día, después de
muchísimos esfuerzos estériles, obtuve un resultado.
Mirando a su amigo, agregó:
—Un resultado aterrador.
Después de unos instantes, prosiguió:
—Fue un día en que habíamos quedado en encontrarnos. Cuando nos separamos, lo
seguí hasta que entró en el MUNICH de Constitución. Desde la plaza, esperé su
salida.
Permaneció
alrededor
de
un
par
de
horas.
Cuando
salió
estaba
oscureciendo. Entró en el subterráneo y yo me instalé en el vagón siguiente, de
modo de estar en condiciones de verificar sus movimientos. Al llegar al Obelisco,
tomó la combinación a Palermo y yo volví a instalarme en el coche siguiente. Me
pareció advertir en su actitud la espera de algo en el propio subterráneo. Por un
momento imaginé, con miedo, que sus poderes le permitían saber que yo estaba
cerca y que podía sorprenderme. Bien, si eso sucedía lo atribuiría a una
coincidencia. Y si él no lo creía (siempre en virtud de sus poderes), qué podía
perder yo? Al menos vería que yo estaba sobre aviso y que de manera alguna sería
una presa fácil; y hasta era probable que subiese algunos puntos en su estimación.
Estaba en estos pensamientos cuando vi avanzar, en dirección inversa a la que
llevábamos, al ciego de las ballenitas, más avejentado, pero siempre grosero y
rencoroso como en el tiempo en que Vidal Olmos llamó la atención sobre su
personalidad. Me estremecí al recordar vertiginosamente a Fernando en el mismo
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