UN REPORTAJE
Por esos días fue un joven del Busto a hacerle una entrevista para SEMANA
GRÁFICA.
Por qué se había ido de La Plata?
Cómo podía saberlo. Toda su vida era una serie de actos absurdos e inconexos,
pero con seguridad había un orden debajo de aquel caos, un orden secreto, quería
decir. Abandonar La Plata había sido dejar para siempre el universo científico? Bien,
era posible. Sea como sea, se vino a Buenos Aires. Enrique Wernicke lo iba a poner
en contacto con alguien que a lo mejor le alquilaba por casi nada un rancho en la
sierra de Córdoba. Así fue como conoció a don Federico Valle, el hombre de las
cuevas. Y como se fue a vivir en aquel solitario lugar sobre el río Chorrillos, en una
tapera sin luz eléctrica, sin agua, sin vidrios.
Mientras conversaba con del Busto todo pareció ordenarse, desde el caos empezó a
salir la luz: el sol negro. E inevitablemente empezaron a hablar de las cuevas y
subsuelos, de los Ciegos.
—Los porteros —dijo del Busto.
Los porteros? Qué pasaba con los porteros? Sabato le hizo esa pregunta con un
estremecimiento que tal vez se manifestó en su voz, porque del Busto lo miró con
cuidado. Le contó entonces lo que y a él sabía, lo que tarde o temprano alguien
tenía que venir a contarle. A él. No obstante, lo escuchó con atenta consideración:
—De la planta baja para arriba los departamentos, esos departamentos actuales
tan limpios, de cemento y plástico, de vidrio y aluminio, de aire acondicionado.
Impecables.
—Abstractos —agregó Sabato, casi con impaciencia, para acortar el relato.
—Eso es, abstractos. Y abajo las ratas. En la noche, sobre las calderas relucientes.
El portero. Una raza misteriosa, el hombre que maneja la compuerta entre los dos
mundos.
Sabato lo miraba en silencio.
—Por supuesto —asintió luego.
Estaba atardeciendo, se oían los pájaros que no terminaban de acomodarse en sus
nidos.
—Tenía que venir por aquí.
—Sí, claro.
—Tarde o temprano.
—Sí. Los Ciegos me han fascinado siempre —comentó del Busto.
Casi no se le podía ver ya la expresión al joven, que agregó:
242