desaparecer con su figura menuda, con sus pasitos. "La maltrato demasiado",
pensé. De entrada, no más, le había probado la mediocridad de Madame Curie, y
casi lloró. Me prometí demostrarle al día siguiente que esa mujer había sido un
genio.
Volví a sacar el tubo acorazado del actinium y lo coloqué sobre mi mesa de trabajo.
Los ojos irritados por el sueño me molestaban, y la luz me hería más que de
costumbre. Apagué la luz y permanecí en la soledad del Laboratorio silencioso,
apenas iluminado por la mortecina luminosidad que llegaba desde un cuarto vecino.
Me levanté, me acerqué a la ventana y miré hacia la calle Pierre Curie. Había
comenzado a lloviznar. Una vez más comenzaba a oprimirme melancólica la
angustia de siempre. Volví a mi asiento y mis ojos se fijaron en el tubo de plomo
que encerraba el temible actinium. Me fui adormeciendo insensiblemente: el rostro
de Citronenbaum, con una mirada indescifrable pero demoníaca, me despertó
sobresaltado.
Mis ojos volvieron a detenerse en el tubo de plomo que de alguna manera estaba
vinculado con mi angustia. Era de aspecto tan neutro. Y no obstante en su interior
se producían furiosos cataclismos en miniatura, invisibles y microcósmicas
miniaturas del Apocalipsis sobre el que me había hablado Molinelli, y que
enigmáticos profetas, de manera directa o sibilina, anunciaron a lo largo de siglos.
Pensé que si de alguna manera pudiera achicarme hasta el punto de ser un
liliputiense habitante de aquellos átomos allí encerrados en su inexpugnable prisión
de plomo, si de ese modo uno de aquellos infinitesimales universos se convirtiese
en mi propio sistema solar, yo estaría asistiendo en ese momento, poseído por un
pavor sagrado, a catástrofes terroríficas, a infernales rayos de horror y de muerte.
Ahora, después de treinta años, vuelven a mi memoria esos días de París, cuando
la historia ha cumplido parte de los funestos vaticinios. El 6 de agosto de 1944, los
norteamericanos prefiguraron el horror final en Hiroshima. El 6 de agosto. El día de
la Luz, de la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor!
Pobre Molinelli: vocero grotesco de verdades superiores a su vida y a su apariencia,
intermediario casi risible entre los dioses de las tinieblas y los hombres. "Urano y
Plutón son los mensajeros de los Nuevos Tiempos: actuarán como volcanes en
erupción, señalarán el límite entre las dos Eras" me decía, mirándome fijamente. Y
tenga presente que esos anuncios fueron hechos en 1938, cuando ignorábamos que
los átomos de uranio y plutonio serían las chispas de la catástrofe.
Basta, prefiero no seguir recordando una época tan angustiosa. El viernes, cuando
nos encontremos, prefiero hablar de lo que me pasa ahora.
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