Esto es confuso, lo sé, no tienen por qué señalármelo. Y a muchos les parecerá la
fantasía de un delirante. Piensen lo que quieran: a mí sólo me preocupa la verdad.
Y, aunque de modo fragmentario, con relámpagos que apenas me permiten
vislumbrar en décimos de segundo los grandes abismos sin fondo, intento
expresarlo en algunos de mis libros.
Todo esto lo pienso ahora. Porque en aquel invierno de 1938 nada me era evidente.
Mi período del Laboratorio coincidió con esa mitad del camino de nuestra vida en
que según ciertos ocultistas se suele invertir el sentido de la existencia. Pasó con
gente ilustre, con Newton y Swedenborg, con Pascal y Paracelso. Por qué no habría
de pasar también con gente más humilde? Sin saberlo, estaba virando yo de la
parte iluminada de la existencia a la parte oscura.
Fue en ese momento y en medio de una profunda crisis espiritual cuando entré en
contacto con Domínguez, a través de Bonasso. Nunca he dicho hasta ahora lo que
realmente sucedió en tales circunstancias y el peligro que corrí, peligro que
Domínguez no quiso o no pudo evitar, terminando en el suicidio. (En la noche del
31 de diciembre de 1957 se abrió sus venas en el taller, embadurnando la tela que
tenía en el caballete con su sangre.) Yo sé qué potencias estuvieron en juego.
Mucho antes de que le arrancara el ojo a Víctor Brauner, pues ese episodio no fue
sino una de sus manifestaciones.
Uno encuentra lo que co nciente o inconcientemente busca. Hablo de los encuentros
que tienen destino, no de las idioteces. Si uno se tropieza con una persona en la
calle, casi nunca ese tropiezo tiene consecuencias decisivas en nuestra vida. Pero sí
la tiene cuando ese encuentro no ha sido casual, cuando ha sido provocado por las
fuerzas invisibles que operan sobre nosotros. Ni yo encontré por casualidad a
Domínguez ni fue tampoco por azar que eso haya sucedido cuando debía
abandonar la ciencia. Nuestro encuentro fue de enorme importancia, aunque en
aquel momento no lo pareciera. El tiempo se encarga de colocar luego los hechos
en su debido rango, y cosas que en su inicio parecen triviales se revelan después
en toda su trascendencia. Y así, el pasado no es algo cristalizado, como algunos
suponen, sino una configuración que va cambiando a medida que avanza nuestra
existencia y que alcanza su sentido verdadero en el instante en que morimos,
cuando ya para siempre quedará petrificado. Si en ese momento pudiéramos volver
la mirada hacia él (y es probable que el moribundo lo haga), advertiríamos por fin
el real paisaje en que se preparó nuestro destino. Y pequeñísimos detalles que en
vida desestimamos se mostrarían entonces como graves advertencias o como
melancólicos saludos para siempre. Y hasta lo que creímos simples burlas o meras
mistificaciones pueden convertirse, en esa perspectiva de la muerte, en siniestros
vaticinios.
Fue un poco lo que sucedía en aquel tiempo con el surrealismo.
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