—Plutón —afirmó golpeando con el lapicito en los papeles— regirá la renovación por
la destrucción.
Después de un silencio en que pareció escrutarme el fondo de los ojos, añadió estas
sorprendentes palabras:
—Yo sé que vos algo sabés. Quizá no del todo claramente, aún. Pero hay algo en
tus ojos.
No dije nada, pero inclinando mi cabeza me puse a revolver el resto del café con la
cucharita. Oí su voz que agregaba:
—Plutón rige el mundo interior del hombre. Revelará los más graves secretos del
alma y los abismos del mar, los mundos misteriosos y subterráneos que están bajo
su jurisdicción. Levanté mi mirada. Durante un minuto se quedó en silencio. Luego,
apuntándome de nuevo con el lapicito, dijo:
—Por el momento, atravesamos el tercer y último decanato de Piscis, bajo el
dominio de Escorpio, donde Urano se halla exaltado. Sexo, destrucción y muerte!
Escribió estas últimas palabras con mayúsculas en otro papelito sucio y volvió a
mirarme como si yo tuviera algo que ver con todo aquello.
Estábamos ya casi a oscuras. Le e xpliqué que estaba muy cansado y que iría a
dormir.
—Está bien —me dijo, poniéndome una mano en el hombro—. Está bien.
Me fui a dormir, pero no pude: me daban vueltas en la cabeza las palabras de
Molinelli, los sucesos de la rue Montsouris y, no sé por qué, la cara de
Citronenbaum. Le dije antes que parecía la cara que probablemente Trotsky tuvo
en su época de estudiante, pero ahora comprendía que ésa no era una buena
caracterización. Tal vez me había golpeado la semejanza física y el fanatismo en los
ojitos, que fulguraban eléctricamente detrás de los cristales de unos lentes sin
montura. No, no era eso. O al menos eso no era todo. Pero, qué quería decirme a
mí mismo con lo de "todo"? Su traje raído y heredado de alguien más corpulento,
sus hombros esmirriados, su pecho hundido, sus manos flaquísimas y nerviosas.
Pero había algo más, y aunque lo sospechaba no me era posible definirlo en aquel
homúnculo poseído por una verdad suprema. Acaso fuera precisamente eso de la
"verdad suprema", un tipo de revelación que iba más allá de la mera política, lo que
le confería algo terrible.
Terminé por levantarme e ir al laboratorio. Le pregunté a Cecilia si había hecho las
mediciones encargadas. Sí, naturalmente. Su mirada era escudriñadora y cargada
con el reproche con que una madre alcanza la ropa limpia y planchada al hijo que
lleva una vida disipada.
—Qué pasa! —le grité.
Se asustó y fue hasta su electrómetro.
Busqué el recipiente con el actinium y lo saqué del tubo de plomo.
236