Pero por qué electricistas? También eso me hacía gracia: la idea popular de lo que
puede ser un laboratorio atómico. Era por la sigla, caramba! No me había explicado
que la sigla debía golpear, que debía ser muy recordable?
Ah, bueno, muy bien, entonces.
Habían dejado de elaborar cadáveres. Domínguez, como cumpliendo con un rito
muy triste o muy aburrido, con sus ojos de buey melancólico y su belfo caído,
desalentado, comenzaba a insultar a gente de aspecto francés. El sábado y el
domingo (explicaba) el DÔME se llenaba de franceses, de asquerosos burgueses. Se
incorporó finalmente con pesadez, gigantesco y tambaleante, para ir a insultar de
modo más íntimo a un viejito de barbita blanca con la Legión de Honor.
Acompañado de su señora, tomaba un Ricard plácidamente. Domínguez se inclinó
en una reverencia semejante a esas que hacen en los circos los elefantes
amaestrados, diciendo con su detestable francés Madame, Monsieur, y luego,
tomando uno de los guantes de la señora, comenzó a morderlo como si se
propusiese comerlo. El viejo, paralizado por el asombro, no atinaba a hacer el
menor movimiento. Y de pronto se levantó con una indignación que contrastaba con
su tamaño: era chiquito y menudo. Domínguez suspendió la operación y se quedó
mirándolo con aquella ternura exagerada que lograba con sus ojos bovinos en
blanco y la cara acromegálica levemente inclinada hacia un costado, con delicadeza.
Sux, que seguía los pasos inevitables del incidente, había pagado rápidamente y
agarrándome de un brazo me hizo salir, recordando lo que pasó con todos nosotros
cuando el boxeador peruano tuvo que intervenir.
No habíamos terminado de salir cuando comenzó a oírse el escándalo de la pelea.
Sux estaba indignado.
-Mamarrachos! —exclamó, apenas se hubo sentado en LA COUPOLE—. Se viene la
guerra y éstos haciendo semejantes chiquilinadas.
Sacó unos papeles y escribió unas cifras.
—Cada adherente debe pagar un dólar por año.
Aproveché la llegada de Wilfredo Lam para zafarme. No tenía ningún propósito
definido, el domingo me ponía particularmente triste. Caminé al azar, pero de
pronto me encontré en la rue de la Grande Chaumiére. Sin conciencia, los pasos me
habían llevado hasta Molinelli. Subí y lo encontré preparando café, como siempre.
Parecía haber escuchado la conversación con Sux.
—Anuncia el fin —comentó.
—El fin? Qué es lo que anuncia el fin?
—La fisión del uranio. El Segundo Milenio. Y vos has tenido el privilegio de estar al
lado de semejante acontecimiento.
Dentro de sus bolsillos, como mi hermano Vicente, llevaba cantidad de papeles
doblados irregularmente, ajados, de diversos grados de envejecimiento: cartas,
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